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Historias

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La Casa de Ibarguren en la Calle Charcas

El mundo donde se despertó mi inteligencia y mi fantasía, en el que articulé mis primeras palabras y adquirí la noción elemental de las personas y las cosas, estuvo constituido por estos cuatro ambientes entrañables: la residencia materna de Aguirre en la calle Cerrito 271 — donde nací; la quinta de San Isidro, mirando desde lo alto al río; la estancia y campos de “El Chajá”, en los tradicionales pagos del Tuyú; y la casa de mi abuela Ibarguren, en la calle Charcas, frente a la Plaza Libertad.


Este último edificio, en aquel lejano entonces, había ya experimentado varias modernizaciones, a tono con las distintas épocas corridas desde fines del tiempo de Rosas en que se levantó. Pese a tales sucesivos retoques, su estructura primordial nunca llegó a descaracterizarse del todo, y bajo los detalles accidentales que le fueron agregados a lo largo de más de ochenta años, el antiguo caserón conservaba su traza originaria todavía.

Su exterior chato y macizo, revocado de amarillo crema, destacaba en su centro una gran puerta de dos hojas de madera lustrada, con goznes, buzón, manijas y llamador de bronce; junto a cuyo quicio una chapa de lo mismo relucía con esta inscripción: “Federico Ibarguren, Abogado” (derecha).

A cada lado de esa única entrada, encuadrábanse dos amplias ventanas con molduras, antepecho y cornisas de estilo italianizante; cuyas celosías de maderilla gris, se desplegaban y recogian desde adentro, tiradas por un cordón. Esta sobria fachada que describo — sin otros aditamentos que los referidos y el zócalo trazado paralelo a la vereda — culminaba en una balaustrada de columnitas de argamasa, tras la cual se prolongaba la azotea.

Franqueado el umbral, luego de subir los peldaños de mármol del zaguán, daba uno con la gran arcada o pórtico que servía de encajadura a la puerta cancel, cuyos vidrios entrelazaban grabadas las letras iniciales del dueño de casa: “F. I.”.

Detrás de esos cristales, rectangulado por habitaciones puestas en fila, el primer patio extendíase espacioso como atrium de vivienda romana; con su piso de mármol a cuadros blancos y negros semejante a un ajedrezado colosal, en donde — alfil maravilloso en tablero de gigantes — el brocal del viejo aljibe sólo servía de apoyo a cierta caprichosa maceta, en forma de cisne, de la cual desbordaba un helecho exuberante. Hacían parte también del arreglo de ese espacio descubierto, tres o cuatro macetones de cemento a la manera de absurdos troncos imaginarios con auténticas plantas tropicales de grandes hojas verdes.

Entrando, a mano izquierda, en el cuarto lateral cuyas ventanas daban a la calle, estaba el escritorio, la estancia más importante de la casa. Su moblaje era severo: mesa de nogal tipo “ministro” y sillones obscuros de madera y cuero repujado; uno de los cuales, en el respaldo, mostraba el agujero de un balazo como recuerdo de la revolución del 90.

De la pared, allí donde lo permitían los libros, colgaban dos fotografías de gran formato. En suntuoso marco negro la del jefe de la familia: Yo contemplaba con cariño, en esa estampa, el mirar sosegado de mi abuelo Federico, su frente despejada por calvicie precoz, y su filosa nariz aguileña sobre un bigote y barba de gentilhombre casi sesentón. El otro retrato — amplificado de un daguerrotipo — era el de mi bisabuelo Antonino: señor de blancas patillas y fisonomía rasurada de vasco inconfundible; a pesar de los dos siglos y medio y cinco generaciones de antepasados criollos que desvincularon, a ese Ibarguren salteño, de su solar euscaldún.

Encerrados en marcos solemnes estaban a la vista varios diplomas: los de Doctor en Jurisprudencia y Senador Nacional de mi abuelo, así como los de Abogado laureado con medalla de oro y Profesor de Derecho Civil de mi tio Federico: el Pico, como se le decía.

Fuera de estos cuadros y alrededor de aquellos muebles, los armarios — bibliotecas de cedro, repletos de libros, circuían el aposento, dándole un sello de especial decoro. Entre tantos volúmenes — jurídicos en su mayoría — no faltaba la valiosa edición de Le Droit Civil Expliqué de Troplong, con las obras de Sirey, Proudhon, Demolombe, Pont, Marcadé y Planiol, cúmbres de la ciencia jurídica francesa; la colección completa de los Códigos españoles: desde el Fuero Juzgo hasta la Novísima Recopilación, pasando por Las Siete Partidas, las Leyes de Toro y demás Fueros, Pragmáticas y Ordenanzas; y los estudios, al orden de aquellos días, de los jurisconsultos germanos, Von Ihering y Savigny.

El Federalista, evangelio institucional de los yanquis, se apareaba a los Códigos argentinos, a los Fallos de la Corte Suprema y a los Diarios de Sesiones del Congreso Nacional. En un mismo estante, las Historias del deán Funes, de López y de Mitre, y las Memorias de Paz, aparecían reunidas con los escritos de Alberdi y de Sarmiento y los discursos de Avellaneda. Y entre tantos libros diversos, antiguos y modernos, clásicos y románticos, científicos, históricos y literarios que colmaban los anaqueles de aquella biblioteca de mi abuelo, para no proseguir con su reseña interminable, mencionaré a uno sólo que los represente a todos: al incomparable y universal Don Quijote de la Mancha, cuyo modesto volumen — hoy en mi poder — fué editado en Londres por Librería Dulau, en 1876.

Si del escritorio se pasa, a través del patio, al cuarto frontero de la derecha, con ventanas asimismo a la caIle, encontramos un ambiente completamente distinto. Es la sala, lugar de recibo de mi abuela Margarita Uriburu — “Mamama”, para el cariño de sus nietos. Sala alfombrada de rojo, con cortinas de damasco igualmente rojas que arrastraban pesadas cenefas y se descorrían cual telones de teatro, para mostrar unos visillos de encajes.

Listos para la tertulia podría enumerar en dicho recinto al sofá y los sillones de jacarandá, con respaldos “medallón”, tapizados de color carmesí; y a la mesita enana de madera dura — “patas de burro” — que perteneció a don Calixto de Sancetenea, el bisabuelo materno de Mamama. Recuerdo las dos consolas con espejos, arrimadas a la pared — una chiquita, angosta, muy poco común —, y la típica araña de cristal con caireles tintineantes, suspendida en medio del techo. La decoración mural de la sala incluía a un óleo que representaba la cabeza de Shylock, el usurero de Venecia; otra pintura al pastel mostraba a una gitana de tez curtida por el sol; y en dorado marco de madera tallada, el grupo familiar fotografiado en 1889, reproducía un instante de plenitud feliz, poco antes que la muerte, repentinamente, le cobrara su tributo al jefe de aquel hogar.

De las habitaciones que daban al primer patio, sobre la izquierda, alineábase, a continuación del escritorio, el cuarto que había sido del Pico (mi padrino, fallecido en 1906), seguido por la salita de “Rosatía”, con su alcoba anexa, puesta con mobiliario de bambú y cortinas de muselina. Por último, recuadrando el patio y siempre sobre ese costado izquierdo, se encontraba el dormitorio de Mamama.

Era grande el dormitorio de mi abuela Margarita (izquierda), me parece que tan grande como el escritorio, la sala y el comedor, que se equivalían en tamaño. Estaba provisto de un juego de muebles negros de caoba trabajada, cuya cama de regulares dimenciones — remoto lecho conyugal —, coronaba su cabecera y parte posterior con esta talla alegórica: dos palomas que juntaban sus picos idilicamente. Creo que el ropero con espejo y la cómoda de profundos cajones, participaban de la misma ebanistería que el tálamo de referencia.

En la repisa, a un costado de la cama dentro de un fanal de vidrio, se exponía la imagen de la Inmaculada Concepción (ahora en la capilla de “El Retoño”) alumbrada por la mortecina llama de una lamparita de aceite, día y noche encendida. El Señor del Milagro no podía estar ausente en la devoción de tan buena salteña como era Mamama, de manera que su efigie se ostentaba en un cuadro. Y en la penumbra de esa intimidad zahumada por el benjuí, en medio de sus imágenes religiosas, sus reliquias de santos, estampas, medallas y escapularios; reviviendo los viejos recuerdos familiares; evoco la figura menuda y movediza de mi abuela Margarita: su semblante dispuesto y agraciado pese a la diabetis y a las arrugas de la vejez; sus ojillos pardos traviesos; su pizca de tonada provinciana; el celoso amor hacia quienes llevaban su sangre; y esos toques de picardía inherentes a su naturaleza, que el sempiterno luto por la desaparición de sus seres más queridos nunca marchitó.

Quejosa de sus grandes infortunios pero confiada en la Misericordia Divina, rezaba siempre a media voz; al tiempo que entre sus dedos pequeños se escurría la sarta de aquel rosario interminable, cuyas cuentas eran carozos de aceitunas del Huerto de los Olivos, que le trajo su tio, el Obispo de Salta, Matias Linares y Sancetenea, cuando volvió de su peregrinaje por Jerusalem.

Mi memoria aún retiene, entre tantas cosas que poblaban aquella habitación de mi abuela, a una fotografía que le dedicara cariñosamente su tío Matías, que fué — Juan Carlos Dávalos lo dijo — “más que un sacerdote un asceta, en la medida que el destino se lo permitía, y más que un apóstol, un santo”. No he de olvidarme, por cierto, de los retratos de Tata Juan y de Máma Casiana, mis bisabuelos Uriburu; ni de un precioso relicario ovalado que encerraba, con romántica delicadeza, el pelo entretejido de esa pareja de antepasados; cuyos distintos mechones, castaños y rubios, en artística combinación, formaban como un lirio estilizado. Y debo señalar, también, el lugar de privilegio que en esa pieza ocupaba el rígido reclinatorio de las plegarias fervorosas; en contraste con la torneada mecedora, propicia a hamacar esas breves languideces que, de vez en cuando, la dueña de casa solía concederles al cuerpo y al espíritu.

Sobre la derecha del patio, después de la sala, se prolongaba, en fila, la antesala, donde “Rosatía” había instalado su piano; y luego el cuarto de dormir y escritorio de mi tio Antonino — el Negro —, quién, a fuer de médico, tenía sobre su mesa de trabajo una calavera humana junto al busto de Hipócrates. Por fin, cerrando el cuadro del patio por ese flanco derecho, ubicábase el comedor.

Su moblaje de roble: mesa, aparador y trinchante, y sus sillas con asiento y respaldo de esterilla, no se reflejan con nitidez en mi memoria, pero sí la magnífica sopera antigua de plata — hoy en poder de mi madre —, cuyo cucharón lleva en el mango un pez escamado; y las chocolateras, pailas y fuentes de varios tamaños y formas, todas de plata labrada de Potosí.

Y ya que en el comedor nos encontramos, oportuno será acordarse de la comida: de las célebres empanadas salteñas que amasaban las manos de Luisa, la cocinera parda de Mamama; empanadas codiciadas cada domingo —entre tantos parientes y amigos que no vivían en la casa — por mi tia Dolores Uriburu, que las mandaba buscar desde la calle Lavalle, y por Pepe Uriburu, entonces teniente coronel de caballeria. Mamama, a su vez, se lucía especialmente en la compleja preparación de una deliciosa gelatina — “galantina”, decía ella — que se servía en copas de champagne.

Yo, por mi parte, jamás he vuelto a paladear un caldo tan sabroso como el que se cocía en las ollas de mi abuela de la calle Charcas; y entre los platos típicos del norte argentino que probé de niño en lo de Ibarguren, quiero mencionar a la chanfaina, que se preparaba con sangre y menudos de cordero, fritos con cebolla, ají, grasa, pimienta y vino.

Llegaban frecuentemente de Salta, a lo de mi abuela, acondicionadas en grandes cajas de cartón — sobre todo para Pascua — las empanadillas rellenas con dulce de cayote, los tarros de compota de cuaresmillo, y esos azucarados corderitos de alfeñique, tan empalagosos, que recibíamos de regalo de mi tia monja Auristela Ibarguren, desde el Convento de San Bernardo. Otra vieja tía, Pancha Uriburu de Castro — fundadora del Hospital de Salta —, acreditaba también su habilidad reposteril con el famoso dulce de moras, y con la incomparable “pasta real”, que viene a ser algo así como el “non plus ultra” de las golosinas salteñas.

Desde su bodega en Caucete, provincia de San Juan, tío Pancho Uriburu (derecha) le remitía periódicamente a Mamama — creo que gratis — los barriles repletos de vino; y una vez cumplido el embotellamiento casero del “licor de los dioses”, tornaban los envases vacios al punto de partida. Recuerdo algunos tintillos y blancos de mesa, o jereces de cuerpo de la bodega de Uriburu, bautizados con nombres y sobrenombres de familia: Elisa, Lola, Teode; así como cierto versito publicitario que, refiriéndose a los cuatro socios de la empresa vitivinícola, decia más o menos lo siguiente:

Uriburu, Castro, Médici y Castells,
cuatro cosecheros, cuéntelos usted,
fabrican un vino mejor que el Jerez.
Pruebe de ese vino y cómprelo usted,
a Uriburu, Castro, Médici y Castells.

Descriptos los diferentes sectores conectados con el patio principal, una amplia arcada unía ésta parte de la casa con el patio siguiente, de baldosas coloradas, a cuyos costados corrían distintos aposentos—los dormitorios de mis tios Jorge y la Nena, entre otros — y dos cuartos de baño colocados frente a frente.

A cada lado de dicho acceso a ese segundo patio — atestado de macetas con helechos, y al que una enredadera de glicinas toldaba de celeste en verano — se contraponian, paralelos, dos cortos vestíbulos levantados sobre armazones de hierro y revestidos con vidrios opacos, azules y grises. Se trataba — arquitectónicamente hablando — de dos “verandas”, aquellas galerias invernales, tan fin de siglo XIX, que hoy se ven destartaladas en las mansiones antiguas venidas a menos. Después, hacia el fondo, distribuíanse con holgura la cocina, los cuartos de roperos y de plancha y, superpuestas en dos pisos, las demás dependencias del servicio doméstico. Por último, al extremo de ese vasto patio segundo, una verja de quinta romántica marcaba su separación con el jardín, que fuera huerta en los buenos tiempos de antaño.

Dos pilastras de ladrillo con un férreo portoncito daban entrada al jardín, cuyo terreno, a nivel más alto que el patio inmediato, era umbrío, ceñido por muros cubiertos de yedra y madreselva.

En ese lugar estaba enclavada la pérgola, y contra ella crecía, retorciéndose, la parra de racimos colgantes, que, con su verde follaje tupido, abovedaba un fresco túnel de sombra. Más allá, en diversos canteros orillados por angostos caminitos, macizos de flores de distintas tonalidades alegraban la vista; despedían su fragancia violetas y heliotropos; alguna rosa escarlata ponía en el conjunto su pincelada vivaz; mientras las camelias — rosadas y pálidas — trasuntaban un como literario prestigio sentimental.

En un orden distinto de impresiones — no ya puramente descriptivas sino referidas a la tradición doméstica de los árboles del fondo —, la vieja higuera de España que suministraba higos deliciosos de carne colorada, en una noche de tormenta fué casi abatida por el viento. Ante tal situación, mi abuela, aflijidísima, no encontró mejor recurso que llamar a los bomberos, quienes con sus carros llegaron al instante, trayendo las mangas para el agua, los cordajes, escaleras, hachas y demás implementos extinguidores de incendios.

Desconcierto hubo de producirles a esos hombres no encontrar en la casa ni una chispa siquiera, aunque sí un árbol ladeado en el jardín. Creyeron se trataba de una broma; pero Mamama se encaró francamente con el Jefe de ellos y le dijo a quemarropa:

— “Mire Calaza, yo quiero tanto a esa higuera!, y así, caída, se me va a secar; hágame usted el favor de ponerla derecha!”. Y Calaza, comprensivo, dió la orden pertinente a sus subordinados, los cuales, con rapidez profecional, escalaron la pared medianera con lo de Guerrico, pusieron un guinche y afirmaron de nuevo en la tierra a la vieja higuera de España, salvándola de la muerte.

Y el peral venerable! (“tus amigos vienen casi todos los días y se pasan leyendo con el Negro bajo el peral, en el fondo”, le escribía, en 1887, mi abuelo a su hijo mayor); el peral de tantos años! que con la higuera, el limonero, el ciruelo y el parral, sobrevivia de la huerta primitiva en el jardín de mi abuela; destacando su corpulenta vetustez sobre el abigarrado conjunto de plantas menores, para ofrecer todavía en cada estación propicia, sombra, perfume, fruto y color, a los moradores de aquella casa de la calle Charcas, cuando yo la conocí.

* * *

Fué bastante que diera yo rienda suelta a mi memoria, para que, en pocas páginas, se concretara la evocación del ambiente de la casa de mis abuelos, en la calle Charcas. Ahora pretendo escribir la historia documentada de aquel inmueble — su “referencia”, si se prefiere un término menos imponente — que se rastrea desde 1726 hasta que la propiedad deja de pertenecer a la familia, en 1910, para ser demolida la casa y reemplazada por un rascacielo de renta. Todo ello al través de las sucesivas escrituras traslativas del dominio, cuyas constancias y demás antecedentes fidedignos tuve la paciencia de extraer, a ratos perdidos, de los añejos protocolos depositados en el sótano del Palacio de Justicia, donde está instalado su archivo.

Debo declarar, ante todo, que no es mi propósito resumir aquella investigación a la manera y con el tecnisismo frío, literal, monótono — por lo tanto aburrido —, que es habitual en mis colegas notariales expertos en la materia. Los solemnes instrumentos públicos, escritos en papel sellado con alardes caligráficos, según la moda; signados con rúbricas complicadas y encuadernados entre tapas de pergamino; no sólo justifican derechos y obligaciones en abstracto, no registran sólo fechas y nombres vacíos de sustancia: cuando la inspiración de un historiador auténtico las ilumina, las rígidas estipulaciones de un contrato, los datos y probanzas estampados en un documento, anímanse de nuevo; la pasión se hace presente tras las cláusulas convencionales; los nombres se convierten en humanas criaturas, y las fechas en tiempo revivido, lleno de sugestiones, que es Historia.

* * *

En el incipiente Buenos Aires de principios del siglo XVIII, con poco más de cinco mil habitantes, el terreno que actualmente ocupa la Plaza Libertad — entre las calles Charcas, Libertad, Paraguay y Cerrito — era un gran descampado en la zona orillera de las quintas; paraje solitario de pésima fama; refugio de vagos y maleantes peligrosos, cuyo tránsito de noche, y aún de día, resultaba poco menos que temerario.

Allí, entre una maraña de yuyos y tunales, cierta negra conocida por doña Engracia, levantó un rancho miserable; acaso un boliche que hiciera a las veces de sórdida mancebía. A partir de entonces, el nombre de esa negra se extendió al agreste reducto de sus hazañas; y el “Hueco de doña Engracia”, espontáneamente, se incorporó a la nomenclatura ciudadana.

Empero, si la tradición repite que fué esa alma negra la primera viviente instalada en aquellos andurriales, lo cierto es que allá, concretamente en 1726, otra mujer, no ya negra ni mulata ni india, sino criolla española, llamada Juana Solís, ocupó, “quieta y pacíficamente”, una amplia fracción de terreno en parte del intrincado “hueco” legendario; y esa ocupación habría de prolongarse por espacio de 46 años; en cuyo lapso edificó, ahí mismo, “una salita de un tirante con dos medias aguas”. Tales resultan los más remotos antecedentes surjidos de la pesquisa documental sobre el inmueble objeto de este trabajo.

Agregaré que Juana Solís contrajo nupcias el 28 de junio de 1730, en la Iglesia parroquial de La Merced, con Pedro Diana, nativo de Sevilla, soldado artillero de la compañía del Capitán Joseph de Echauri; y que aquel, un lustro después de su casamiento con la referida consorte, el 21 de enero de 1736, solicitó y obtuvo del Cabildo la propiedad “de un solar de tierras que tiene poseído en el éjido de esta ciudad”; lindero, a la sazón, por el norte, con terreno comunal; por el poniente con Francisco Báes; por el sur con Martín de Leguisamo; y por el este con José Reinoso. El Padrón urbano de 1738 consigna que Pedro Diana y su mujer vivían, en tal fecha, en el solar antedicho, “en casa de paja con 70 varas”.

El 23 de mayo de 1721, el Alférez Real Joseph González Marín, había propuesto al Cabildo que por encontrarse en las calles de la ciudad “muchos edificios arruinados y sitios vacíos que sólo sirven de muladar, y que en ellos se executan muchos desórdenes y deservicios de Dios Nuestro Señor y asilo de delincuentes”, se mandara a los vecinos, dueños de tales baldíos, los cercaran y edificaran so pena de 100 pesos de multa.

A raiz de esto fué, probablemente, que Juana Solís y su marido poblaron su “gueco” antes de 1738. Y a mérito de haber logrado por dicha merced del Cabildo el pleno dominio sobre el aludido “sitio vacío”, pudo la propietaria — antes de morir en octubre 1772 — declarar en su testamento por heredera de ese inmueble a su hija Bernarda Diana y Solís; en tanto nombraba albacea de su última voluntad al marido de ella, y yerno suyo, Juan Andrés de la O.

Ahora bien: Juan Andrés de la 0, en carácter de Albacea de la causante, el 12 de marzo de 1773, por ante el Escribano Francisco Xavier Ferrera, le vendió a Julián de Cañas “una casa que se compone de una salita de un tirante con dos medias aguas”, construida en el terreno que medía 70 varas de frente al sur y 77 de fondo al norte; y lindaba por dicho frente calle en medio — llamada entonces “de Santa María” —, con cuadra perteneciente a los herederos de Agustín de Garfías, por el norte con Pascual Chaparro, por el poniente con Eugenio Fretes, y por el este con Juan José Lescano; “cuyo sitio — expresaba de la O. en el documento — quedó por fallecimiento de mi dicha suegra, quien lo poseyó quieta y pacíficamente, sin contradicción, por espacio de cuarenta v seis años”. El precio de la compra-venta “libre de censo, empeño e hipoteca”, fué de 400 pesos corrientes de a 8-reales, pagados por el adquirente al contado. “Y el otorgante a quien conozco —finaliza la escritura — así la otorgó y no firmó por no saber, y lo hizo a ruego uno de los testigos que se hallaron presentes” — Juan Agustín de Ibarra; los otros dos fueron Vicente Arroyo y N. Gari.

El Padrón de Buenos Aires de 1778, registra que habitaban bajo el mismo techo: el “Maestre de Posta” Andrés de la O., de 50 años de edad, “español” — vale decir de raza blanca; su mujer Bernarda Diana, de 40 años, y un hijo de ambos, José, de 22. Otro testimonio contemporáneo lo registra a Andrés de la O. como “conductor de novillos para el abasto de la ciudad”.

Según eso, la posición económica del yerno de Juana Solís era, sin duda, bastante acomodada, si se tiene en cuenta que, además de su familia, se albergaban en su casa: Ventura, un negro esclavo suyo de 50 años, y los peones Christóbal, mestizo de 25 y José, indio de 20, todos solteros.

Así, pués, la condición social del nombrado vecino fué la de un criollo orillero, hecho al quehacer suburbano de las quintas, o sea — dado el carácter de sus ocupaciones — uno de esos intermediarios entre la ciudad y el campo. Su padre, Joseph de la O, había sido soldado; y vivía, en 1738, con su mujer Antonia García, en un sitio de 17 varas de frente sobre la barranca del río, a diez casas al norte de la iglesia de La Merced.

En cuanto a Francisco Julián de Cañas — tal su nombre completo —, adquirente del terreno de esta historia, el Cabildo lo elijió, en 1767, Alcalde de Hermandad para el “partido de Areco a la Arrecife de esta banda”. Asimismo Cañas figura en la lista de hacendados contribuyentes a los gastos para el recibimiento del Virrey Ceballos, en septiembre de 1777; como posteriormente el 20 de febrero de 1808, luego de las invasiones inglesas, señala el Libro del Cabildo “la generosísima oferta de Julián de Cañas, Sargento Mayor de campaña en la Cañada de la Cruz”, quien propuso donarle al vecindario bonaerense, “cien novillos charqueados de sus haciendas y conducirlos en carretas propias a esta ciudad”. Tan dadivoso estanciero tuvo por esposa a Francisca de Lagos y Sosa, en la que hubo tres hijas: Juana Francisca, María Andrea y Martina (casadas, respectivamente, con Pedro Antonio Martínez de Leyva, con José Ignacio de San Martín Ceballos y con José Sacarelo), las cuales como herederas de Cañas se repartieron el terreno que el causante compró al yerno de Juana Solís, Andrés de la O.

En aquellos, tiempos, porque destruían las calles, a las carretas y vehículos cargueros les estaba prohibido entrar al perímetro urbano de Buenos Aires. El Ayuntamiento porteño había asignado, en los arrabales, “parajes donde hagan su mansión las tropas de carruajes que arriben de las Provincias distantes y cercanas”. Por tanto, dada la proximidad del “Hueco de doña Engracia” con una de las principales vías de acceso a la población: la calle “Larga de la Recoleta”, conectada con el camino Real al norte, que corría por sobre las barrancas de la costa hasta San Isidro y Las Conchas, no sería improbable que en el terreno y casita techada con paja — adquirida por Cañas en 1773 —, hubiera habido instalada una parada terminal a cargo del “Maestre de Posta” que sabemos. El solar era chico, desde luego, para el pastoreo de los caballos y las mulas, pero allí podría encontrarse, junto a una ramada y al corral de palo a pique, el refrescante jagüel; y allí acaso vendrían a parar los distintos carricoches con pasajeros y cargas, atendidos por mayorales, peones y postillones, que hacian la carrera al interior del país.

Transcurren los años, y la “muy noble y muy leal” villa guardiana del Plata llega a convertirse en cabeza de Virreinato. Sin embargo, pese al mayor rango político adquirido y al aumento de su población y creciente volumen de su comercio, en la ciudad renovada, como antaño, como siempre, el “Hueco de doña Engracia” seguía atravesado por los huellones desparejos del callejón de “Santa María”; entre cercos de pita y cina cina que desembocaban en “El Retiro”; sobre cuyo punto más alto, contrapuesto al río, erguía sus almenas como un alcázar la Plaza de Toros.

Un dramático día 27 de junio de 1806, sorpresivamente, tronó en Buenos Aires el cañón invasor; y sin más contratiempos que la lluvia torrencial que caía en esos momentos, al son alegre de las gaitas escocesas, unos cuantos batallones ingleses desembarcados — apenas 1.641 hombres — ocuparon la ciudad que albergaba cerca de 50.000 almas. En medio del desconcierto y de la incapacidad de las altas jerarquias virreinales, un capitán de navío francés de 53 años, casi un outsider — para decirlo en el idioma de sus enemigos — desalojó a Beresford de la Fortaleza, el 12 de agosto, con las tropas traídas de Montevideo, sumadas al empuje viril del vecindario porteño, nunca resignado a soportar la dominación extranjera.

Pero no obstante este primer triunfo — “Triunfo Argentino”, como el de la “Defensa” que cantó el poeta —, Whitelocke, diez meses más tarde, con un ejército fuerte en 9.000 combatientes, ponía pie en la Ensenada de Barragán decidido a apoderarse de Buenos Aires. Luego de atravesar con relativa facilidad las 15 leguas que lo separaban de su objetivo, al incierto resplandor de la madrugada del 5 de julio de 1807, por el lóbrego callejón de “Santa María”, frente al “Hueco de doña Engracia”, se desplazaba, en silencio, pegado a la vegetación de los cercos, buscando la protección de las zanjas, la mitad del regimiento 87 de “casacas rojas”, con el general Auchmuty y el teniente coronel Butler a su cabeza, rumbo a la Plaza de Toros.

Simultáneamente, distintas columnas británicas se lanzaban al asalto de la ciudad por las calle prefijadas en el plan de operaciones. A las siete de la mañana, todas esas unidades entraban en furiosa refriega. Y en el inolvidable atardecer de aquella sangrienta jornada, con sus efectivos maltrechos, atrapados y rendidos en San Miguel, en el bajo de la Alameda, en la Casa de la Virreina y en Santo Domingo — pese a retener aún las posiciones llaves de Miserere, el Retiro, la Residencia y Barracas, de dominar el estuario con la escuadra y de estar firmemente consolidado en Montevideo, donde disponia de 2.000 hombres intactos —, Whitelocke, desmoralizado, capitulaba comprometiéndose a evacuar en dos meses estas comarcas rioplatenses. Y en carta al almirante Murray no ocultó su melancolía al estampar el párrafo siguiente: “Sudamérica jamás podrá pertenecer a los ingleses, la obstinación de todas las clases sociales de sus habitantes es increíble…”.

A fin de inmortalizar esa victoria estupenda, entre los muchos honores, regocijos y ovaciones que se le tributaron y aceptó orgullosa la heroica capital del Plata, sus calles fueron bautizadas con los apellidos de los campeones de la Reconquista y la Defensa. Por consiguiente, a nuestro callejón de “Santa María” le trocaron su inmaculado nombre por el no tan virginal de “Fantín”; que recordaba a un aventurero marcellés — Juan Bautista Fantín —, edecán improvisado de Liniers, que cayó herido frente a “La Merced”, perdió una pierna, y murió después de los combates de 1806.

En vísperas memorables, un acta rutinaria del Cabildo nos entera que durante la sesión del 11 de mayo de 1810, leyóse un dictámen del Sindico Procurador Julián de Leyva, con motivo de cierto expediente promovido por los vecinos del “hueco de Doña Gracia” a fin de que las autoridades establecieran allí una “plaza pública de abastos”. El Sindico dió apoyo a tal reclamo; propuso la construcción, en parte del referido “hueco”, de un “pósito o alhóndiga” (casa pública donde se guarda, se compra y vende el trigo); y determinó que con fondos municipales se abonase el valor del terreno a su legitimo dueño. Los regidores, a su vez, por unanimidad, acordaron informarle al virrey Cisneros sobre aquella vista del “Caballero Síndico Procurador”.

A partir de 1810 ya no habrá sosiego ni gobierno estable en la predestinada capital argentina. El torrente de los acontecimientos históricos trajo la Revolución, la Independencia y la Guerra Civil; y todo un régimen secular, en sus distintas expresiones políticas, económicas y sociales, comenzó a derrumbarse sin remedio. Así, por ejemplo, fué tal la obstinación del “nuevo sistema” en execrar oficialmente a la tradición inmediata que, el Primer Triunvirato, inspirado por Rivadavia (izquierda), a fin de congraciarse con la Gran Bretaña y suprimir el recuerdo popular de los héroes de las invasiones inglesas (Liniers y Alzaga ya habían sido ejecutados), en la menuda cuestión edilicia, el 4 de setiembre de 1812, resolvió prevenirle al Cabildo borrara: “enteramente los nombres de los sujetos particulares con que se designan las calles de esta ciudad, y sólo quede el número de las manzanas”. Y el mismo ideólogo incansable, en 1822 — ahora ministro y factótum del gobernador Martín Rodríguez —, entre múltiples iniciativas reformistas, suprimió los Cabildos e innovó por completo la nomenclatura comunal porteña.

Debido pués a la mentalidad inspirada de don Bernardino — genial!, exclaman sus panegiristas —, el “Hueco de doña Engracia”, sin dejar de ser el rústico baldío de siempre, adoptó el enfático nombre de “Plaza de la Livertad”; en tanto el callejón que lo cruzaba hubo de denominarse — ya nadie se acordaba de Fantin — “calle de Charcas”. De tal suerte, el descampado aquél quedó consagrado al recuerdo de la deidad del cetro y el gorro frigio; y su complemento, el camino de los barquinazos y lodazales, también, en cierta manera, compartió el homenaje ideológico; ya que de Charcas, la universitaria, salieron graduados muchos próceres doctores, que, llevados por los vientos del siglo, creyeron descubrir en el repertorio doctrinario del liberalismo — de inspiración francesa y angloamericana — el camino concreto para institucionalizar, “en unión y libertad”, una sociedad moderna dentro de un estado de derecho.

Entretanto, aquel terreno que adquiriera en 1773 Julián de Cañas, lindante con la “Plaza de la Livertad”, permanecia sin alcanzar mejora alguna. Su propietario había fallecido. Una de sus hijas: Juana Francisca Cañas, mujer de Pedro Antonio Martínez de Leyva — estanciero en San Antonio de Areco, viejo pago de la Cañada de la Cruz —, heredó la mitad del aludido baldío, sobre la flamante calle “de Charcas”. Y aconteció que esa fracción de tierra — después de 53 años de haber estado en poder de la familia Cañas — vino a cambiar de dueño el 28 de noviembre de 1826.

En efecto: con tal fecha, ante el Escribano Luis de Castañaga, compareció Francisco Porta, en su carácter de apoderado del marido de Juana Francisca Cañas, Pedro Antonio Martínez, y dijo: Que en nombre de su mandante (que no pudo bajar a Buenos Aires impedido por sus trabajos camperos en Areco) vendía “a los menores hijos de los finados don Eusebio Suárez y doña Josefa Rios” (Cornelia y Vicente Suárez, representados en la escritura por la tía y tutora de ellos Micaela Suárez), un “sitio” ubicado en el “huerto que llaman de Doña Gracia”, en el cuartel 16º de la calle “de Charcas”. El referido lote se componía de 17 1/2 varas de frente al sud y 77 de fondo; y lindaba por su frente, calle en medio, con “plaza de la Livertad”, por el este con terreno y casa de Martina Cañas, cuñada del transmitente, por el oeste con Gabino Ansuategui, y por su fondo con José M. Dalmau. Esa venta a favor de aquellos menores Cornelia y Vicente Suárez, se realizó “por el precio y cuantía de quinientos pesos, pagados al contado”.

Como la escritura antecedente no hace mención de ningún edificio dentro de los límites del predio enajenado, aquella primitiva “casa de un tirante con dos medias aguas”, levantada a mediados del siglo anterior por Juana Solís — que pudo ser terminal de postas —, o estaba en el terreno contiguo de Martina Cañas, o era, a la sazón, una tapera, o habia desaparecido totalmente. De cualquier modo, en 1826, el solar vecino a la “Plaza de la Livertad”, dentro de la maraña de sus cercos vivos, resultaba un terreno baldío, abandonado por completo.

Caído el gobierno de la república unitaria — flor de 516 días — y desvenecidos los delirios de grandezas que informaban los decretos de Rivadavia, la cruda realidad argentina apareció de pronto, arrasando con todo. Y símbolo despiadado de los nuevos tiempos reacios a la fraseología, fué que la nominal “Plaza de la Livertad” — realmente un “hueco” vulgar y silvestre — se convirtiera en basurero y campamento de vagabundos; quienes instalados en sus alrededores recogían los desperdicios a diario vaciados allí; pero de noche, unicamente algún sereno recorría esas soledades a caballo, con capote blanco y caperuza, lanza corta y farol que parpadeaba en las tinieblas.

Mas no se crea que por tiránico designio de Rosas el recinto aquel “de la Livertad” habíase destinado a inmundo estercolero. Una cosa resultaba su nombre espectacular y muy otra la verdad objetiva del descampado de marras; el cual jamás, ni en épocas de Vertiz, de Rivadavia, ni de nadie, fuera alcanzado por mejora edilicia alguna, justificante del calificativo de “Plaza” que el progresismo rivadaviano le adjudicó. Fué precisamente después de Rivadavia cuando al “Hueco de doña Engracia” se le pudo llamar razonablemente “plaza”, de acuerdo a una de las acepciones que tráe el diccionario: lugar ancho dentro de poblado, donde se celebran ferias, mercados y fiestas públicas.

Al desaparecer momentáneamente el mercado de la “Plaza Nueva” (donde hogaño se construye el novísimo Mercado del Plata: antigua y sucesivamente llamado “de Amarita”, “de la Plaza Nueva”, “de la Unión” y “de las Artes”), las carretas estacionadas en dicho lugar trasladaron su punto de reunión al popularísimo “Hueco de doña Engracia”; señalado en la tela de los planos urbanísticos de 1822 como “Plaza de la Livertad”. Esas carretas venían de San Isidro, San Fernando y Las Conchas, cargadas de leña y madera; de duraznos, sandias, melones y choclos; de trigo y cebada; a veces de alpiste y semillas de lino. José Antonio Wilde, en Buenos Aires desde setenta años atrás, recuerda que “de estas carretas algunas se estacionaban y vendian al menudeo, colocando en ellas de noche farol; y que esta fila de luces no venia mal, vista la pobreza del alumbrado de entonces. Cuando la población empezó a crecer, y por consiguiente a extenderse la ciudad — añade el citado autor —, las carretas que concurrían a la Plaza Nueva fueron removidas al “hueco de Cabecitas” (hoy Plaza Vicente López) o al de “Doña Engracia” o “Ña Gracia”, como decian algunos paisanos”.

Al caer la tarde, cumplida la labor cotidiana, mientras el mate se hacia circular de mano en mano, no cuesta imaginar a esos carreteros y gente orillera del contorno — elementos de la Mazorca, algunos de ellos — acampados en el “Hueco de doña Engracia”, dando impulso a las expanciones de su temperamento rural. A la luz rojiza del fogón, donde se asaban los costillares, podia vislumbrarse aquel pintoresco conjunto de paisanos; de bueyes, perros y caballos; de carros, aperos, coyundas y picanas; de cargas de leña y frutos del país que venian a venderse de las chacras del norte. Chambergos copudos, pañuelos sereneros y ponchos llamativos, en los que predominaba el rojo chillón; chaquetas cortas y calzoncillos cribados de perniles anchos cual enaguas; tiradores, a veces con rastras lujosas; facones y espuelas nazarenas; chiripás y botas de potro; subrayaban el “color local” en el tipico atuendo de esos hombres trigueños, de foscos bigotazos federales. Unos encaramados en los pértigos de las carretas, otros al socaire de los toldos de cuero improvisados bajo las ruedas enormes, los más sentados sencillamente en el suelo, estrechábanse, solidarios, en torno a un cantor con guitarra, quien entonaba, quizás, esta estrofa de un difundido “cielito” de hacha y tiza:

“Que viva el Restaurador
y los federales fieles,
revienten los unitarios
echando bofes y hieles.”

A todo esto, el baldío adquirido en 1826 para Cornelia y Vicente Suárez — que pudiera haberse convertido en maizal o quinta de verduras — pasará al dominio exclusivo de doña Cornelia por muerte de su hermano. Y cuando más tarde ella contrajo nupcias el 3 de Julio de 1844, en la Iglesia del Socorro, con Eduardo Zimmermann, mandó edificar, en dicha heredad, el caserón que luego de medio siglo — siendo yo niño — alcancé a conocer como morada de mi abuela Ibarguren.

La construcción referida resultaba idéntica — en sus características más salientes — a las casas de familia que describe D'Orbigny, en 1830, en circunstancias de su arribo a la ciudad porteña. Véase si no parece que el eminente naturalista francés nos hubiera anticipado el modelo de la vivienda que levantara, poco después, doña Cornelia Suárez de Zimmermann: “Casi todas las casas (de Buenos Aires) están bien edificadas … construidas de ladrillos, blanqueadas cuidadosamente, con espaciosos patios empedrados, algunas veces con mármoles blancos y negros; tienen azoteas … y la fachada adornada con un pórtico de estilo español”.

Tal el aspecto exterior de la casa de la calle Charcas, que llevó primero el número 229. La urbanización del “Hueco de doña Engracia” y sus aledaños, por otra parte, hubo de comenzarse después de 1854; a partir del establecimiento del Consejo Municipal porteño; el cual, entre las muchas realizaciones edilicias destinadas al mejoramiento de la ciudad, prohibió estacionar a las carretas en las plazas y mercados; reglamentó los empedramientos y construcción de veredas; abrió numerosas calles; implantó el servicio de barrido y riego de las mismas; y comenzó a establecer el alumbrado con esos faroles de gas que, según Eduardo Wilde, “parecen jaulas aburridas que encierran canarios muribundos ardiendo.”

Por espacio de 41 años estuvo la finca que me ocupa en poder de doña Cornelia Suárez; la cual señora — ya viuda de Zimmermann — el 20 de marzo de 1867, ante el Escribano José Victoriano Cabral, le vendió a Luis Peralta — marido de Angela Maglio — esa vivienda de la calle Charcas 229, con las medidas y linderos que conocemos, por el precio de 185.000 pesos moneda corriente. Constaba en la respectiva escritura, que la casa había correspondido a la vendedora por “haberla edificado a su costa”, en el terreno que compró a los herederos de Julián Cañas, en la fecha y circunstancias que dijimos.

Así, pués, desde 1867 hasta 1882, el inmueble de la calle Charcas permaneció bajo el dominio de la familia de Peralta. Durante ese lapso de 16 años, Buenos Aires, de “Gran Aldea”, se transforma en gran ciudad. Ello debido al tesonero esfuerzo de sus hijos que, con asombrosa rapidez, le iban proporcionando todos los adelantos inherentes a una urbe moderna. Así, por ejemplo, el problema fundamental de las aguas corrientes y construcción de cloacas fué resuelto; y se estableció el primer ferrocarril, con su estación en la Plaza del Parque; y sobre rieles también los tranways de caballos rodaron por las calles; y muchos baldíos se cubrieron con edificios; y los antiguos potreros y huecos transformáronse en parques y paseos. Consecuente con tales adelantos, Buenos Aires, las vísperas de 1880, llegó a albergar — según los estadígrafos — una población que sobrepasaba a los 250.000 habitantes.

Sin embargo, no tan de repente irrumpiría el progreso en el “Hueco de doña Engracia”. Todavia, en tiempo en que mi abuelo Ibarguren adquirió su casa — adscripta, digamos, a la Plaza Libertad —, un descampado casi limítrofe a ella, cercado con cina cina que hoy corresponde a los fondos del sitio en que estuvo el Teatro Coliseo —, era campo propicio a la acción de audaces malhechores. Frecuentemente se aparecía “la viuda”, con macabro sudario, y espantaba, en medio de la noche, a los viandantes aterrados; y dicen que asimismo una chancha espectral, arrastrando cadenas como auténtico fantasma, tenía la costumbre de desvalijar a la gente desprevenida que se arrimaba demasiado a la espesura.

Pero es al Intendente Alvear — a don Torcuato (derecha) — a quien se le debe adjudicar el mérito de haber transformado por completo, después de 1880, a la Plaza Libertad. Bajo su administración incansable fueron adoquinadas y ensanchadas las calles del lugar; se trazaron los lineamientos del parque y se distribuyeron los árboles, tal cual los admiramos hoy en día: las tipas en fila, que encuadran el paseo; los eucaliptus que aún permanecen en pie; el bosquecillo de magnolias; las palmeras, bétulas, aguaribays y araucarias; y el gomero que, tras de su fronda extendida, parece un elefante vegetal arraigado en un rincón del jardín. También los canteros excavados a bajo nivel se modelaron en aquel tiempo, con sus macizos de flores, sus caminitos de polvo de ladrillos, y esos grandes copones de terracota, estilo renacimiento italiano, rebosantes de musgos exóticos.

De las construcciones que rodeaban a la Plaza, sólo quedan, hogaño, las casas que fueron de Guerrico, en la calle Charcas; de Dorrego, en Cerrito: y de Ugarte, en Paraguay. El tráfico de peatones y vehículos era, por entonces, escaso y cachazudo. Y aunque el recinto del paseo todavía conserva su traza originaria, en la época de antes — cuando aún las plantas no habían alcanzado su desarrollo —, los senderos estaban cubiertos de arena, los faroles alumbraban a gas, y en vez del surtidor eléctrico de Y.P.F., que hoy suministra nafta a los automóviles, en un bebedero de hierro fundido, con forma de pesebre, abrevaban su sed los jamelgos de los coches de plaza estacionados ahí.

La escultura de Adolfo Alsina — obra del artista francés Aimé Millet —fue solemnemente inaugurada el domingo lº de enero de 1882, ante numeroso concurso de gente. Y no era para menos, ya que — por si no bastara la espontánea presencia de los “autonomistas” en masa — la dirección del Ferrocarril Oeste, por orden del gobierno de la Provincia, dispuso el transporte gratis de cuantas personas desearan asistir a la ceremonia. A tal fin hízose correr un tren que salió de Moreno a las 3,35 horas, después del mediodía, con retorno desde la estación del Parque (hoy Plaza Lavalle), al punto de partida, a las 9.10 de la noche.

Así, pués, a las 4 de la tarde, una densa columna cívica, formada por distintas sociedades argentinas y colectividades extranjeras, salía de la Plaza de la Victoria encabezada por una banda de música y por los miembros de la comisión de homenaje al prócer: coronel Domingo Viejobueno y señores Arturo Lavalle, Agustín Suffern, Neftalí Carranza, Alberto Gaiter, Víctor Manuel Molina y Alberto Méndez. Los manifestantes tomaron por la calle Rivadavia hasta Florida, por esta arteria hasta Lavalle y Cerrito, para desembocar en la Plaza Libertad, donde esperaban formados de gala el regimiento lº de artillería, un batallón de infantería y un escuadrón de caballería.

A continuación, el general Roca, Presidente de la República, dijo su discurso inaugural y descorrió el velo del monumento. Y ahí quedó a la vista, para siempre, la estatua en bronce del caudillo romántico porteño cual un león rampante arengando a la multitud. Sus barbas y melena al viento parecen flamear como una bandera; en vibración tribunicia su mano izquierda, impulsada hacia adelante, crispa sus dedos con patético ademán; mientras su brazo derecho, que asoma entre los pliegues de la capa, se apoya en el corto pedestal, donde, a manera de carpeta, está extendido un plano del desierto que se trataba de conquistar a los indios; y una espada romana, no salida de la vaina, ratifica la alegoría. “Adolfo Alsina — 1829-1877”, es el rótulo sobrio, grabado a cincel, que se lee en su basamento de granito.

Después de Roca, usaron de la palabra Antonino Cambaceres, Nicolás Avellaneda — en notable panegírico — y el intendente Torcuato de Alvear. Concluida la oratoria oficial, las bandas militares ocuparon la Plaza, que se iluminó profusamente durante la noche, y 200 ejecutantes, sobre un tablado levantado al efecto, tocaron la “marcha de Alsina”, compuesta por el pianista Uriondo, la que — según una crónica contemporánea — “fué muy aplaudida por la concurrencia”.

Prácticamente se acababa de inaugurar en la Plaza Libertad la estatua del caudillo autonomista cuando, el 19 de mayo de 1882, en el Registro nº 34 del Escribano Manuel Salas, don Luis Peralta — viudo — y sus hijas Ana y Micaela — casadas con Inocencio Rissoto y Juan Mondelli, respectivamente — vendieron a mi abuelo Federico Ibarguren aquella finca de su propiedad; “sita en esta ciudad, parroquia del Socorro, zona norte, calle Charcas 1173 — antiguamente 229, después 393 —, entre las de Cerrito y Libertad; construida en un terreno de 15 metros 15 centímetros de frente al sud y 66 metros 68 centímetros de fondo, equivalentes a 17 1/2 varas de frente y 77 de fondo; que lindaba por su expresado frente, calle Charcas en medio, con la Plaza Libertad; por el fondo con Faré Pio; al este con Manuel José Guerrico; y por el oeste con Juan Lagos. Realizóse la venta por el precio de 535.000 pesos papel moneda corriente de la Provincia de Buenos Aires, recibidos al contado por los enajenantes de manos del comprador. Sabemos ya cómo correspondió aquel bien de la calle Charcas a don Luis Peralta, mediante compra que hizo a doña Cornelia Suárez de Zimmermann. En cuanto a las hijas de Peralta, ellas justificaron en la escritura su derecho, por herencia de los gananciales de su madre fallecida, doña Juana Maglio.

Mi abuelo Federico Ibarguren encaraba, a la sazón, uno de esos instantes decisivos que modifican el destino de los hombres. Federalizada Buenos Aires, había sido llamado por su amigo el presidente Roca para organizar la justicia nacional en la flamante capital argentina. De Juez Federal en Salta, su provincia nativa — donde arraigaba profundamente su linaje y el de su mujer doña Margarita Uriburu —, aceptó, como muchos provincianos de la vieja estirpe dirigente, trasladarse con toda su familia a la ciudad porteña, y ligar así, definitivamente, su suerte y el futuro de los suyos al vasto escenario metropolitano. Volvía, por segunda vez, adonde diez años antes actuara como senador nacional. Pero ya no llegaba sólo como entonces, como había recorrido todas las etapas de su aprendizaje por la vida: en las que Salta, Concepción del Uruguay, Montevideo, Santa Fé, y otra vez Buenos Aires, Salta y Jujuy, fueron los jalones de su carrera, desde los valles nativos hasta los grados universitarios y las altas posiciones públicas. Ahora, una compañera fiel, cuatro hijos y 50 primaveras — que equivalen a un otoño — significaban el respetable caudal de su experiencia. Por eso Roca, que bien lo conocía, le confió el cargo de primer presidente de la Cámara de Apelaciones.

A objeto pués de preparar la mudanza de su gente, mi abuelo había anticipado su viaje a Buenos Aires, y se vino de Salta en compañía de sus hijos mayores: Federico y Antonino — el Pico y el Negro —, mocitos de 14 y 13 años, uno y otro. Y en tanto el padre se daba a la tarea de buscar una vivienda decorosa y cómoda — y sin duda barata — para instalar aquí su hogar, aposentáronse los tres salteños en la casa de la calle Venezuela nº 146 entre Bolívar y Perú —, donde habitaba doña María Burr — una señora conocida de los Ruíz de los Llanos, tan vinculados a los Ibarguren por antigua amistad. En esas circunstancias fué cuando mi abuelo cerró trato y firmó la escritura de adquisición del dominio de la finca situada frente a la Plaza Libertad.

Tres meses después, a fines de agosto de 1882, ya llegaba mi abuela con los niños: Carlos de 5 años y Rosa de 2. Y todos felices al verse reunidos de nuevo, un poco aturdidos y un mucho deslumbrados con la “gran capital del sur”, tomaron posesión de la casa, de “su casa” en la calle Charcas. Y en momentos en que la madre se afanaba de aquí para allá poniendo las cosas en orden, sin adaptarse del todo al nuevo alojamiento, lidiando con los changadores, con las mucamas y con los mil imprevistos que tráen aparejadas esas instalaciones hogareñas: Carlos y Rosa, en tren de conquista, recorrían la vivienda cuarto por cuarto, exploraban todos los rincones, se trepaban a los árboles del jardín y corrían alegremente, tomados de la mano, por los vastos patios al aire libre.

De aquí en adelante la historia cotidiana, íntima, simple y austera de la familia de Ibarguren, con “sus días de sol y de tristeza”, quedó circunscripta al ámbito limitado por las cuatro paredes de esa casa de la calle Charcas.

Alguna vez, sin embargo, los grandes acontecimientos de la política repercutieron violentamente frente a la morada de mi abuelo; que pudo ser derribada a cañonazos en la revolución del 90; cuando la Plaza Libertad fué campo de batalla desde donde las tropas gubernistas, al mando del ministro de la guerra, general Levalle, sofocaron a los amotinados que se habían encerrado en el Parque de Artillería.

Fuera de este dramático episodio — que felizmente no conmovió la solidez del edificio de la calle Charcas —, al amparo de su techo habían nacido porteños los hijos menores de aquel hogar provinciano: Margarita y Jorge. Y cierta tarde, el 19 de noviembre de 1890, idéntica, por lo demás, a cualquier otra tarde de primavera, mi abuelo Federico cayó repentinamente muerto en el escritorio, a causa de un derrame cerebral. Su desaparición imprevista dejó consternados a los suyos, que quedaron (22 años apenas el mayor; lactante de 6 meses el más chico), de golpe, sin el insustituible apoyo moral del jefe de la familia, y económicamente desamparados, ya que mi abuelo no tenía más recursos materiales que su sueldo de ministro de la Suprema Corte de Justicia.

Al día siguiente, a las cinco de la tarde, los despojos mortales del Doctor Federico Ibarguren (“abogado distinguido y magistrado incorruptible, que figura entre los que quedaban del antiguo y honorable patriciado de la República, de aquella raza de varones austeros no contaminados del positivismo sensualista de nuestros días”, dijo el diario La Prensa) eran sacados de la casa de la calle Charcas para darles sepultura en la Recoleta, en el panteón de la familia de Forest.

Frente al peristilo fúnebre se encontraban formados el 2º de infantería, un batallón de zapadores y una batería de artillería, que rindieron al muerto honores de General. Luego de bendecido el cadáver en la capilla, el doctor Benjamín Victoria, presidente de la Corte Suprema, leyó un sentido y justiciero discurso de despedida. Después, en silencio, con los ojos brillantes y el corazón oprimido por intensa congoja, el Pico, el Negro y Carlos se alejaron de esa tumba para encararse con la vida, que bullía indiferente y perentoria, fuera de las tapias del cementerio.

A partir de entonces, el culto a la memoria de quien sería mi abuelo se mantuvo encendido en esa casa; como veneraban a sus lares los romanos antiguos; a tal punto, que habiendo yo nacido quince años después de su muerte, aprendí desde niño a reverenciar su nombre, que adquirió para mí, por así decirlo, presencia sentimental. Y en la zona escondida de los valores afectivos rectores de mi existencia, la sombra del abuelo paterno simboliza la ecuanimidad: personificada en un señor distinguido, de rasgos finos, pulcra barba y vestido de levita, cuya mirada abstraida se exterioriza en uno de los retratos al óleo que me acompañan en mi cuarto de trabajo.

En aquella casa de Ibarguren, un austero sello varonil — aceptado por la unanimidad de sus moradores — predominó invariable sobre cualquier desmayo o afeminada blandura. Ello lo explican, en parte, las circunstancias: pués la desaparición prematura del padre obligó a los hijos varones a asumir, resueltamente, toda la responsabilidad en la conducción y sostén de la familia. Fueron así acatados como jefes del hogar esos muchachos por su madre y sus hermanas, que encontraron en ellos la abnegación el amparo y la guía que en otro caso les hubiera faltado.

Por lo que acabo de decir, las prendas morales y el positivo talento de los tres hermanos mayores había, necesariamente, de reflejarse en el ambiente de aquella casa; dándole un carácter peculiar; en el que la frivolidad y los convencionalismos mundanos tuvieron muy poca cabida. Este modo de ser fundamental de los varones, informó, asimismo, el ánimo de las mujeres; dotándolas de ese claro sentido del deber, de ese sacrificado amor por la familia que les permitió, después, dar la cara y no aflojar en las horas adversas del destino.

Como su padre, el Pico creyó en que el imperio del derecho perfeccionaría, sin retrocesos, la reglamentación de los fenómenos sociales que hace posible la convivencia o buena armonía de los pueblos y Ios hombres. Por eso fué jurista, después de haber alcanzado la medalla de oro de su promoción estudiantil. Como profesor, no obstante su juventud, su nombre se registra cual uno de los más eminentes de su materia en la vieja Facultad de la calle Moreno. Todavía sus Apuntes de Derecho Civil, tomados de sus clases por sus alumnos, constituyen un libro de consulta. Pero su obra principal quedó inconclusa por la muerte: en unas notas que se apretan bajo las tapas de hule de varios cuadernos, su letra, firme y equilibrada, nos ha dejado el vestigio de sus reflexiones jurídicas, de su profunda cultura en esas disciplinas, que él pensaba condensar en un tratado orgánico de Derecho Civil. Más acá de los códigos y digestos, el Pico prodigaba, en la intimidad, tesoros de nobleza y de ternura. Una incurable y recóndita melancolía, consecuencia de cierto amoroso desgarramiento, se hacía patente, a veces, en la expresión grave de su bello rostro viril; pero el desaliento nunca llegó a empañar el fulgor inteligente de sus ojos azules, los cuales, bajo un par de hirsutas cejas rubias, sabían mirar, comprensivos, el transfondo de las cosas.

El fallecimiento del Pico, ocurrido apenas éste llegara a la madurez, en 1906, debido a una peritonitis, dejó en la atmósfera moral de la casa de la calle Charcas un vacío que no pudo ser llenado jamás. Y no habrían de cumplirse cuatro años de esta desgracia, cuando la tuberculosis tronchaba la vida de Jorge, el hermano menor, estudiante de ingeniería, recién salido de la adolescencia.

No sería completa esta serie de recuerdos lejanos, sin una referencia a mi tío Antonino Ibarguren — el Negro —, galeno de cabecera en la familia. Abierto y jovial, su temperamento expansivo lo identificaba más con el hombre de acción que con el ideólogo meditabundo. De estudiante, su pasión generosa por la política lo llevó a fundar, con otros amigos, la Unión Cívica de la Juventud, en vísperas de la revolución del 90. Médico recién egresado, fué a perfeccionar sus conocimientos a Europa, en las clínicas más famosas de París, Viena y Berlín, donde estuvo en contacto directo con los grandes maestros de la medicina universal. Comprobó entonces en esos centros de cultura, que los horizontes del mundo se prolongaban mucho más allá de nuestra calle Florida, que recibía, a la distancia, los reflejos del París finisecular que mi tío conoció por si mismo, desde una pensión del barrio latino.

No soy yo, se entiende, capaz de valorar lo que la ciencia médica argentina pudo perder con la muerte prematura de ese joven clínico, de 46 años, director y organizador del hospital San Roque. Sólo quiero acordarme de mi tío que los domingos me daba 5 pesos con una palmada cariñosa en la mejilla. Y memoro su tez morena — “el último abencerraje”, lo bautizó Indalecio Gómez —, donde brillaban dos ojos castaños expresivos, un tanto irónicos, que miraban con optimismo el mundo, al través de los vidrios espesos de sus lentes; la calva lustrosa, el bigote más bien corto, y el ademán desenvuelto de sus manos ágiles — manos prácticas de médico. Me represento su imagen, de mediana estatura; y este detalle tan común en los solterones impenitentes: vestía con elegancia ropa fina que encargaba a Europa. Amaba la música (fué un wagneriano vibrante); le entusiasmaba la filosofía de Nietzsche; en materia femenina era de una discreción impenetrable; creía en la amistad, en la belleza y en el heroísmo, y murió — igual que su padre — fulminado por un sincope, mientras se estaba riendo de las parrafadas extravagantes de un telegrama de Hipólito Yrigoyen, en 1915.

Al finalizar este ya largo desfile de reminiscencias entrañables, advierto que el nombre de mi padre, apenas aludido más atrás, no puede ser silenciado en los últimos párrafos de la evocación de su casa paterna. Va sin decirse — ya lo habrá percibido el lector — que cada palabra, cada semblanza evocativa, cada reconstrucción histórica de las que componen este trabajo, ha sido trazada con emoción, unida al recuerdo suyo tan difícil de olvidar. Por eso su personalidad,


Propietario del originalpor Carlos F. Ibarguren Aguirre
FechaEl Retoño, 6 de Julio de 1956
Vinculado aCarlos Federico Ibarguren Aguirre, (*)

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