Historias
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Florencio Varela, pionero de la fotografía
Extraído de "Espadas y Corazones".
Junio de 1845. De Europa, con una misteriosa caja de madera, Florencio Varela regresa a Montevideo, la ciudad donde vive exilado como tantos otros contrarios rosistas. En esa caja trae una cámara fotográfica: tiene un tubo en uno de sus lados y es desmontable. Varela la compró en París y el inventor del aparato, Louis Jacques Daguerre, le explicó en persona el procedimiento para usarla. El aparato causa furor en Europa desde 1839.
Al día siguiente de su regreso a Montevideo, Varela llevó la cámara fotográfica a la casa de su cuñado Juan Madero. Todavía hubo que esperar algún tiempo para usarla porque el cielo estaba nublado y se necesita contar con buena luz natural. Hasta que llegó el día indicado. Una tarde de sol pleno, decidido a probar el daguerrotipo, convocó a sus hermanos Toribio y Jacobo Dionisio Varela, a Juan Thompson (hijo de Mariquita Sánchez y Martín Tohmpson) y a un comerciante español de apellido Treserra, además de Madero, el dueño de casa. Per ser la primera vez, del experimento no participarían las mujeres. Esta novedad era, por el momento, cosa de hombres.
El grupo se subordinó a Florencio Varela. El jefe del operativo explicó que hacía falta aprovechar la luz del sol. Pero lo tanto, el primer paso fue trasportar los muebles al jardín. El fotógrafo y sus modelos sacaron del salón principal el sofá y los dos sillones de caoba, tapizados en forro negro de crin. Los colocaron en un ángulo del patio. Jacobo Varela se sentó en el centro del sofá. A su derecha, Juan Thompson; y a su izquierda, Teserra. Toribio Varela y Juan Madero se ubicaron en los sillones. En el otro extremo del patio, protegido por la sombra de los árboles, Florencio Varela y su hijo Horacio montaron la máquina.
El novel fotógrafo colocó una banderita blanca arriba de la máquina y con tono marcial, dio las últimas instrucciones:
- ¡Inmóviles y sin hablar, aunque el mundo se venga abajó! ¡No reírse y mirar fijamente a la banderita blanca durante dieciséis minutos!
Hacía falta todo ese tiempo para que la imagen se fijara en el negativo.
El pequeño Horacio Varela –tenía diez años entonces- recibió la orden de controlar el tiempo con el reloj de bolsillo de su padre. Cuando se cumpliera el plazo estipulado, debía tocarle el pantalón a Florencio, quien se quitó la galera y se introdujo en un grueso saco negro para accionar el daguerrotipo. Desde allí pegó el último grito:
- ¡Ahora, quietos!
Obedientes, los modelos se convirtieron en estatuas, Silencio absoluto. Con rigidez militar y los ojos bien abiertos, el pestañeo de los retratados era casi imperceptible. El primer minuto había quedado atrás. Sin moverse y con una buena dosis de sacrificio, alcanzaron los cinco minutos de estatismo. A esa altura cada protagonista hacía su cálculo mental del tiempo transcurrido, pero el único que tenía la certeza era Horacio Varela, quien no le quitaba el ojo al reloj y, por las dudas, tambien se mantenía inmóvil. Una vida pasó antes de que se cumplieran los diez minutos. Todavía faltaban seis. La luz era buena, los sumisos posaban con firmeza pompeyana y nada alteraba la armonía necesaria.
Corría el minuto doce de quietud conmovedora cuando llegaron las hermanas Artigas, asadas con los doctores Luis Brunel y Fermín Ferreira. Hacían una visita de cortesía a las mujeres de la casa. Al ver a loso distinguidos hombres en el jardín, saludaron a la distancia:
- Muy buenas tardes, señores.
Nadie les respondió ni se dignó a mirarlas. Ellas repitieron el saludo, subiendo el tono de la voz. Otra vez, el silencio de los intelectuales. No era momento para cortesías.
Si había un caballero galante con todas las letras, ese era Thompson, quien tenía 36 años y demostraba haber heredado el carácter sociable de su madre, la popular Mariquita. Para cualquier dama de Montevideo, él era la encarnación de la gentileza. Por primera vez en su vida, las aristocráticas mujeres no eran correspondidas. ¡Y allí estaba Thompson! Rosalía Artigas de Ferreira lo recriminó, entre confundida e indignada:
- ¡Buenas tardes! ¡Señor Thompson!
Al hombre la sangre se le subió a la cabeza. Pétreo, entre la espada y la pared; entre la cortesía y la foto. Sin que se le moviera un músculo de los labios, desde lo profundo de su garganta, sopló una respuesta de ventrílocuo:
- Dis… pen… sen… us… te… des. Nooo… pooo… emos… haaa… blar.
Los demás explotaron de una carcajada incontenible.
Que dio por tierra con el primer intento fotográfico entre criollos. Según Florencio Madero, hijo del dueño de la casa, los caballeros pasaron toda la tarde ofreciendo sus disculpas las señoras. Con el tiempo, Varela le regaló la máquina a Napoleón Aubanell, un dentista y oficial de la Legión Francesa que por razones militares se encontraba en Montevideo. El frustrado fotógrafo le enseño cómo usarla y Aubanell se ganó la vida haciendo retratos. Él fue quien tomó la foto más antigua que aún se conserva de esta región. En ella posan Juan Madero y sus tres hijos. Es del año 1849.
Propietario del original | por Daniel Balmaceda |
Vinculado a | José Florencio del Corazón de Jesús Varela Sanxinés, (*) |
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