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Historias

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Los automóviles y la quinta de San Isidro

Extraido de "Los Antepasados", Buenos Aires, 1983.

Durante tres décadas, sólo cuatro automóviles hubo sucesivamente en la casa de mis abuelos Aguirre: el "Eléctrico", el "Charrón", un "Daimler" y un "Cadillac". El recuerdo de el "Eléctrico" se remonta a mi más tierna infancia. Su grande y lujosa carrocería, con asientos "vis a vis", estaba tapizada por dentro de cuero negro "capitoné". El vehículo era puesto silenciosamente en marcha, desde el pescante, por José "el portugués" -- antiguo cochero -- quien, uniformado de azul oscuro con botones de bronce y gorra de visera, cual un comodoro empuñaba el volante y las palancas propulsoras de la energía encerrada en los acumuladores. Ibamos los niños en el "Eléctrico" a tomar aire y sol a la Recoleta o a Palermo, en cuyos jardines, poblados de gente menuda, corríamos detrás de una pelota o del aro que se hacia rodar a golpes de palito; esquivando gobernantas alemanas, mises inglesas, niñeras gallegas vestidas como "nurses", profusión de bicicletas y cochecitos con lactantes a cargo de amas tocadas con cofias y lazos de colores, a estilo de aldeanas francesas.

Después -- heredado de don Manuel viejo -- un "Charrón" a nafta -- limusina cerrada proveniente de Francia -- sustituyó al "Eléctrico". Y más tarde vino el poderoso "Daimler", de motor alemán construido en Inglaterra y manejado aquí por el "chauffeur" coruñés Manuel Montes -- doble fila de botones en la guerrera y polainas negras. (Los coches oficiales del Presidente Sáenz Peña y de sus Ministros eran todos de la marca "Daimler"). Finalmente mi abuela doña Enriqueta, en los últimos años de su vida, movilizábase, hasta la quinta de San Isidro, sobre un cómodo "Cadillac" norteamericano.

Era esa quinta de San Isidro parte desprendida de aquella chacra que comprara Manuel Alejandro Aguirre a Prilidiano Pueyrredón el 9 de enero de 1856; cuya histórica trayectoria, escrita a modo de crónica, incluyo en el Apéndice que epiloga esta larga monografía. Tal referencia arranca de las tres "suertes" que otorgó Garay en 1580 a los pobladores Antón Roberto, Pablo Cimbrón y Rodrigo Gómez; "suertes" originarias que se aunaron después, y su superficie integral -- 1.000 varas de frente y una legua de fondo -- permaneció invariable durante más de tres centurias. Sin embargo en el último tercio del pasado siglo, ocurrieron los sucesivos desprendimientos de su terreno, surgiendo en esos nuevos deslindes quintas espléndidas; que al fraccionarse posteriormente, a su vez, dieron lugar a espaciosos campos deportivos (el Club Atlético San Isidro y el Jockey Club) y a innumerables lotes que, hoy en día, constituyen hermosos barrios parques. Sólo por milagro se salvó del parcelamiento implacable una típica reliquia colonial: la casona de la chacra primitiva, hogaño abierta al público en carácter de Museo Juan Martín de Pueyrredón.

Pero vuelvo a nuestra desaparecida quinta sanisidrense, cuya extensión de casi 14 hectáreas -- precisamente 134.992 m2 -- correspondió a mi abuelo Aguirre por herencia de su madre Mercedes Anchorena, a partir de la mensura y división practicada por el Ingeniero Fernando Moog, según consta en el plano que aprobó el Juez de la Capital Dr. Salustiano J. Zavalía, el 25-X-1881. Junto a esos datos consignados en títulos y documentos judiciales, narraciones de la tradición oral e imágenes lejanas de circunstancias vividas en aquella quinta, irrumpen de nuevo en la memoria como proyectadas por un calidoscopio.

La casa, imponente castillo, fué concebida por el ingeniero Manuel Ocampo -- marido de Ramona Aguirre, prima hermana de mi abuelo y madre de Victoria y de Silvina --, y se estrenó en 1893. El enorme edificio de dos plantas, con sólidas paredes rosadas de ladrillo, permanece nítido en mi recuerdo. Una larga y sinuosa galería exterior circuía a su perímetro irregular; y el piso de arriba, provisto de terrazas, balcones y ventanas, remataba en la azotea, cuyo parapeto bastillado con almenas semejaba un alcázar feudal.

En una saliente de la construcción, levantábase el gran cobertizo de entrada para carruajes, con techo de pizarra sostenido por cuatro columnas. Cinco escalones se contaban antes de pisar el corredor y de franquear la puerta principal de acceso al amplísimo vestíbulo, donde una chimenea insertada en armazón de madera, exhibía en su repisa el marmóreo busto de doña Enriqueta, modelado por su marido. No abrumaré al lector con la reseña de muebles, objetos, grabados y cuadros distribuidos en las distintas habitaciones del caserón de la quinta. Me place, sin embargo, no dejar en el tintero a aquella biblioteca instalada en el "hall", llena de revistas inglesas encuadernadas, cuyos dibujos, caricaturas y fotografias tantas veces repasé entretenido: Punch, The lllustrated London News, The Tattler, The Sphere, Bystander, Sporting and Dramatic News, además del Figaro de París y de la Ilustración Sudamericana.

En torno del castillo, el parque se extendía frente al panorama del rio. Su trazado y armónica disposición de árboles y parterres, debiose al paisajista Forquell, traido de Francia por el Jockey Club para delinear los jardines del Hipódromo de Palermo. Forquell era famoso, pués había llevado a cabo una obra maestra de jardinería en los paseos de Monte Carlo, y aquí, en la Argentina -- a más de aquellos espacios verdes del Hipódromo y de la labor encomendada por Aguirre en su heredad sanisidrense -- formó los parques de mi tío Pancho Uriburu en Villa Elisa, el de la estancia de Manuel Guerrero al borde del Salado, y el del ingenio azucarero de Hileret en Tucumán.

Entre el considerable número de plantas mayores y menores de la quinta de mi abuelo, dos añosos pacarás flanqueaban la vivienda familiar; y rescato del olvido al bosquecillo de magnolias; a las frondosas tipas de abovedado ramaje; a las palmeras y al fénix, de tallos cilíndricos y copas parecidas a plumeros gigantescos; al ombú, cuyas raíces se aferraban al talud de la barranca para no venirse abajo; al par de "ginkgos bilobas" japoneses, uno cerca del otro, que nos servían de arco cuando jugábamos al fútbol; al césped de los canteros; a los caminitos llenos de piedritas llamadas granzas; a los macizos de flores; a la colección de claveles y helechos preservados en invernáculos; y al conjunto de frutales en la huerta que brindaban a nuestra glotonería duraznos, damascos, higos y cerezas.

Remembranzas que titilan en la lejanía, iluminan por instantes a mi madre: fina, joven, bella, feliz con sus tres chicos que, al aire libre, jugueteaban en una mañana llena de sol. A mi tia Adriana, que como Scherezada nos inventaba cuentos que no terminaban nunca. A esas dos casitas de ladrillo con techos de cinc, en las que dábamos rienda suelta a nuestra imaginación infantil; a las bicicletas; a "Pancho" mi petiso shetland y a las cabalgatas por las lomas con el paisano Gabriel Torres. Revive en mi recuerdo la cancha de tenis; reviven el Carnaval y sus recibos de máscaras (dominós de raso negro, disfraces y caretas absurdas); los corsos en el pueblo de San Isidro y, más tarde, aquellos bailes inolvidables del Club Atlético, donde se despertó mi enamoramiento adolescente...

De tan lejos aún me llegan ecos de los tangos de Arolas, de Firpo, de Canaro, de Cobián; con los valses de Lehar y de Strauss, que mi tia Adriana tocaba en el piano, junto a las melodías de Fysher y de Cristiné y a otras canciones pegadizas ahora despegadas de la moda actual. Por último no ha de quedar sin mención el cinematógrafo en la quinta vecina de Gómez. Allí Goyo Lastra -- marido de Mecha Gómez Aguirre prima de mi madre -- proyectaba de noche, a cielo abierto, sobre una sábana blanca puesta en bastidor de madera, vistas de actores cómicos franceses -- Max Linder, Toribio Sánchez y Salustiano -- filmadas por "Pathé Fréres" y "Lumiére" -- antes, claro está, del auge de las películas norteamericanas de Tripitas y de Carlitos Chaplin.

"Tu abuelo -- me escribió cierta vez Victoria Ocampo -- me hacía ruborizar cuando me preguntaba: "que dice la artista". Yo pensaba que podía estar riéndose de mí. También lo recuerdo muy claramente y como a una persona excepcional. Ninguno de los otros hombres, de los otros "señores" que yo veía en casa se le parecian. Tanto cuando hablaba del golf o de Gobineau, decía cosas. Cosas que me gustaban, me sorprendían o me hacían reflexionar. En una palabra, nada me resultaba más apetecible que pasar mis horas en la quinta de Manuel Aguirre con los Aguirre".


Propietario del originalpor Carlos F. Ibarguren Aguirre
Vinculado aCarlos Federico Ibarguren Aguirre, (*)

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