Notas |
- Militar reformado. Habiendo servido como capitán de artillería durante la guerra por la independencia, fue separado del servicio el 15 de diciembre de 1821.
En marzo de 1823 tomó parte en la fallida revolución llamada de los "Apostólicos", organizada por Tagle. Tras un breve combate con las fuerzas del orden, los sublevados fueron puestos en fuga. Algunos días más tarde, Peralta se entregó, confiando en que el gobierno no aplicaría la pena capital. Pero no tuvo esa suerte. El implacable Rivadavia, que en esos mismos días firmaba la orden de ejecución de su sobrino José M. Urien (otro implicado en el alzamiento), dispuso que fuera fusilado en la Plaza de Mayo, junto al Fuerte, el 9 de abril de 1823.
En el libro "Cinco años de residencia en Buenos Aires: durante 1820 y 1825", redactado por un súbdito británico anónimo que residió en la capital en aquella época, se relata detalladamente la ejecución de Peralta, el 9 de abril de 1823:
"El primer fusilado que había estado implicado en la asonada fue el coronel Francisco García. A esta ejecución le siguieron dos más, las de Peralta y el coronel Urien. Este último había sido oficial tanto en Buenos Aires como en el Perú, y ahora era castigado por la participación en la conspiración, y por un asesinato cometido unos años atrás. Estaba detenido en el Cabildo, aguardando su sentencia por la última de las ofensas, y - porque estaba emparentado con Rivadavia - se estaban moviendo influencias para liberarlo, cuando los conspiradores lo rescataron. Una intensa búsqueda del prófugo fue llevada a cabo, y unos pocos días después él mismo se entregó, a condición de ser amnistiado a cambio de la delación de los involucrados en la conspiración. Varias personas fueron arrestadas a raíz de sus declaraciones, entre ellas un comerciante inglés de nombre Hargreaves, acusado de haberles vendido armas a los rebeldes a la una y las dos de la madrugada del día 19 de marzo. Una investigación demostró que todas las acusaciones eran falsas: los acusados fueron liberados, y Urien se preparó para morir.
Urien era bien conocido en los cafés de Buenos Aires. Estaba muy endeudado, y algunos de sus acreedores eran ingleses. El asesinato por el que había sido sentenciado había sido cometido en complicidad con una mujer - esposa del hombre asesinado - y el cadáver había sido cortado en pedazos y enterrado en distintos momentos y lugares. Desde el crimen, Urien había estado en Perú, y luego había vivido también en Buenos Aires, libre de toda sospecha. De muy buen aspecto, era un favorito de las mujeres, y todo un hombre de mundo.
La ejecución de Urien y Peralta tuvo lugar entre las 10 y las 11 de la mañana. Fueron conducidos desde la prisión del Cabildo en grilletes y rodeados de guardias. Lentamente se encaminaron a través de la plaza hasta el lugar señalado, cerca del fuerte, donde fueron descubiertos, cada uno de ellos portando una cruz, acompañados de sacerdotes. Urien atraía mucho la atención, dada su elevada estatura, su contextura morena y expresiva. Vestía una levita de seda, y caminaba sin ayuda, con gran firmeza; cada tanto aparecía una sonrisa en su rostro, mientras conversaba con los sacerdotes. Se hubiera ganado la simpatía general, de no haber sido por sus crímenes tan terribles. Como estaban las cosas, a la piedad se mezclaba el disgusto de que semejante hombre pudiera ser tan culpable. El otro pobre hombre, Peralta, cubierto por un largo saco, absorto, sostenido por sus amigos y los sacerdotes, era la personificación de la miseria. Al llegar al arco que dividía las plazas, les fue leída la sentencia; y una vez más al llegar al lugar fatal, al que tardaron un rato en arribar, dada la lentitud con que la procesión avanzaba. Ya cerca del Fuerte, Urien divisó a los artilleros armados sobre la muralla, su resolución pareció flaquear, y aparentemente deseó prolongar el tiempo en el lugar de la ejecución, conversando con los que lo rodeaban. Finalmente, tomó asiento. Su compañero, durante su tardanza, se había sentado, y, llegado el momento decisivo, pareció más compuesto que Urien. Los soldados abrieron fuego: Peralta cayó muerto, pero Urien seguía en su lugar, en apariencia sólo superficialmente herido. El redoble de los tambores cesó, y a continuación se desarrolló una escena espantosa. Varios soldados apuntaron con sus mosquetes a la cabeza de Urien: uno después del otro, todas las armas fallaron; finalmente, uno detonó, pero de acuerdo con el reporte recibido, estaba apenas cargado. El pobre infeliz cayó al suelo, pero no muerto aún; intentó erguirse, apoyándose sobre uno de sus codos. Una nueva descarga de los mosquetes, y Urien quedó inmóvil. Es fácil imaginar el sentimiento de los espectadores ante esta tremenda escena. El ataúd y el coche fúnebre esperaban, y, tras el paso de las tropas, los cuerpos fueron subidos a él y llevados a enterrar. Una gran cantidad de público presenció la ejecución".
El mismo día de su ejecución Peralta fue sepultado en una fosa común en el Cementerio del Norte, recién inaugurado, junto a José María Urien. [2]
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