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Francisco de Paula Fortunato Madero Viaña, (*)

Francisco de Paula Fortunato Madero Viaña, (*)[1]

Varón 1815 - 1896  (80 años)

Información Personal    |    Medios    |    Notas    |    Fuentes    |    Mapa del Evento    |    Todos    |    PDF

  • Nombre Francisco de Paula Fortunato Madero Viaña  [2
    Sufijo (*) 
    Nacimiento 14 Oct 1815  Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.  [2
    Bautismo 16 Oct 1815  Basílica Nuestra Señora de la Merced, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.  [3
    Sexo Varón 
    Fallecimiento 3 Sep 1896  Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.  [2
    Entierro Cementerio de la Recoleta, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar. 
    ID Persona I12592  Los Antepasados
    Última Modificación 8 Mar 2025 

    Padre Juan José de Bernabé Madero Fernández Pacheco,   n. 15 May 1778, Potosí, Bolivia Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.f. 7 Jul 1855, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar. (Edad 77 años) 
    Madre María del Carmen Viaña San Juan,   n. 1785, Cádiz, Cádiz, España Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.f. 11 Ene 1855, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar. (Edad 70 años) 
    Matrimonio 12 Nov 1803  Cádiz, Cádiz, España Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.  [4
    ID Familia F6570  Hoja del Grupo  |  Family Chart

    Familia Marta Ramos Mexía Segurola,   n. 1822, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.f. 26 Dic 1873, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar. (Edad 51 años)  [5
    Matrimonio 19 Oct 1848  Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.  [1, 5
    Tipo: Canónico 
    Hijos 
    +1. Elena Marta Madero Ramos Mejía,   n. 17 Abr 1850, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.f. 3 Jul 1887, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar. (Edad 37 años)
    +2. Ernesto Ángel Francisco Madero Ramos Mejía,   n. 11 Ene 1852, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.f. 7 Ene 1924, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar. (Edad 71 años)
     3. Juan Francisco Madero Ramos Mejía,   n. 1855, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.f. Sí, fecha desconocida, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.
     4. Francisco Madero Ramos Mejía,   n. 1857, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.f. 30 Jun 1859, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar. (Edad 2 años)
    +5. María Luisa Madero Ramos Mejía,   n. 25 May 1859, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.f. 31 Ago 1919, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar. (Edad 60 años)
    +6. Francisco Domingo Madero Ramos Mejía,   n. 20 Dic 1860, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.f. 6 Sep 1910, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar. (Edad 49 años)
     7. Alejandro del Rosario Madero Ramos Mejía,   n. 26 Feb 1865, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.f. 19 Ene 1935, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar. (Edad 69 años)
     8. Claudia Francisca del Rosario Madero Ramos Mejía,   n. 30 Oct 1866, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.f. Oct 1942, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar. (Edad 75 años)
    +9. Carlos María Dionisio Madero Ramos Mejía,   n. 24 Mar 1869, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar.f. 25 Nov 1934, Buenos Aires, Argentina Buscar todos los individuos que registran eventos en este lugar. (Edad 65 años)
    ID Familia F1785  Hoja del Grupo  |  Family Chart
    Última Modificación 11 Abr 2017 

  • Mapa del Evento
    Enlace a Google MapsNacimiento - 14 Oct 1815 - Buenos Aires, Argentina Enlace a Google Earth
    Enlace a Google MapsBautismo - 16 Oct 1815 - Basílica Nuestra Señora de la Merced, Buenos Aires, Argentina Enlace a Google Earth
    Enlace a Google MapsMatrimonio - Tipo: Canónico - 19 Oct 1848 - Buenos Aires, Argentina Enlace a Google Earth
    Enlace a Google MapsFallecimiento - 3 Sep 1896 - Buenos Aires, Argentina Enlace a Google Earth
    Enlace a Google MapsEntierro - - Cementerio de la Recoleta, Buenos Aires, Argentina Enlace a Google Earth
     = Enlace a Google Earth 

  • Fotos
    Madero Viana, Francisco Bernabé
    Socios Fundadores de la Sociedad Rural Argentina
    Madero Viaña, Francisco de Paula Fortunato

    Lápidas
    Placa recordatoria
    Placa recordatoria
    Se encuentra en la entrada a la Parroquia Nuestra Señora del Rosario de Maipú, Provincia de Buenos Aires.

  • Notas 
    • El viejo Madero apoyó la cabeza en sus rugosas manos fuertes, sobre el escritorio del general Roca. Aquel 21 de diciembre de 1885 se acababa de retirar del despacho presidencial ese personaje que era Estanislao Zeballos, que había acudido a recabar del vicepresidente a cargo del Poder Ejecutivo algunos datos para escribir un trabajo sobre la revolución de los Libres del Sur en el diario La Prensa. Su memoria le hizo dar un largo recorrido.

      La revolución del Sur

      ¡Aquellas galopeadas, aquellos fríos, pajonal y pajonal, cañadón, escarcha y horizonte! Desde julio del 39 anduve recorriendo Monsalvo y los Montes Grandes para arreglar que la gente estuviera lista el día de la rebelión. Leguas y leguas a uña de caballo, con esos vientos que cortan la cara y vigorizan el espíritu, entre los espartillares y juncales del Tuyú, con el agua dando en las caronas, las patas encogidas para no mojarse.
      Lavalle le había escrito a Pedro Castelli, su antiguo compañero de armas, para que encabezara el alzamiento. El hijo del jacobino de Mayo, cuya tranquilidad y mesura contrastaba con lo que decían del padre, era un hombre importante y respetado. Cuando los dos eran unos chicos, tenientes de Granaderos, en 1814, habían sido mandados al sitio de Montevideo para desalojar a los españoles. Mientras que en el Tercer escuadrón formó el teniente Bernardino Escribano, en el Cuarto eran segundos de la primera y segunda compañía los tenientes Castelli y Lavalle, de 17 años. Las tropas porteñas debieron enfrentarse a las montoneras de Artigas, que defeccionaron del sitio. En el combate del arroyo Los Guayabos, comandados con gran imprudencia por Dorrego, los militares debieron enfrentar a hordas de indios artiguistas y fueron derrotados, retirándose en orden sólo 100 granaderos. Lavalle dijo entonces "hoy me propuse morir; no puedo conformarme con la locura de Dorrego; nuestro jefe esta vez nos ha quitado la gloria de acabar con el cacique Artigas y su turba de montoneros, y nos ha expuesto a que nuestras columnas hubieran sido todas dispersas si éste fuese un enemigo soldado. Este contraste inmerecido, obra sólo de un loco, no lo olvidaré jamás, y preciso es que nos guardemos de éste y otros locos; no los olvidemos". Pensando en ello tal vez no haya sido casual que el comandante Escribano junto al grande Acha fueran los que prendieron a Dorrego antes de que el general lo pasara por las armas "bajo su responsabilidad". ¡Qué historia la nuestra! ¡Cuántos años de desencuentro, dolor y sangre por las soberbias y debilidades humanas!
      El coronel Castelli nos mandó alzar la provincia por medio de los Ramos y remitió a su tocayo Lacasa a hablar con los coroneles Rico en Dolores y Crámer en Chascomús y después a verlo al coronel Granada al campamento federal de Tapalqué. Uno de los Otamendi fue entonces con Lacasa y quedó en mantenerlo informado al coronel federal, cosa que hizo por medio de una carta que interceptaron los rosistas. De allí la confusión que viviríamos en la batalla de Chascomús.
      Yo andaba esos días bien montado, con una tropilla entera de oscuros pampas de Miraflores, que me entregara Panchito Ramos Mexía con el apero de plata que llevé hasta Potosí. Las pilchas terminaron en Bolivia en manos de los parientes políticos, los Segurola, que nos malcriaron bien en el exilio.
      Anduve hasta el Volcán y el Fuerte Independencia, y cerré trato con mucho paisanaje y hasta con viejos godos federales como don Félix de Alzaga, escandalizados por el atropello y las arbitrariedades de Rosas en la disposición de las estancias, que en una corruptela inconcebible desnudaba a algunos para dejar ricos a sus socios y parientes, los Terreros, Anchorenas, Pachecos y los Rozas, don Prudencio, don Juan o su adoptivo don Pedro Rosas y Belgrano, el hijo del general de la independencia. A ellos después les sacaba hacienda para el Ejército y caballos para hacerlos "patrios", pero de todas maneras... ¡Resultaba intolerable ver como se les repartían miles de leguas, mientras se pretendía quitar las de los no partidarios con la simple excusa de que cualquier transacción inmobiliaria en la Provincia debía ser aprobada, de acuerdo a un decreto, por el propio Rosas!
      Yo era un chico de 23 años. Recuerdo los escapes y escondidas de las peonadas del Tala de Anchorena en el Tuyú, buscando evitar la sospecha y la delación. Especialmente recuerdo la vez que fui a llevarle el mensaje a don Gervasio Rosas, el hermano del tirano, con el que me tuve que encontrar más allá de lo de Peña, ya cerca de los cangrejales de la costa. Don Gervasio, un hombre derecho, le había tomado simpatía a Lavalle cuando tras el derrocamiento de Dorrego intermedió entre él y su hermano en el campamento unitario en casa de mi suegro en Tapiales y en la Estancia El Pino, antes de que el pícaro traicionara la confianza del granadero de Riobamba.
      El otro jefe de la revolución, don Manuel Rico, era un paisano, hacendado, juez de Paz de Dolores donde era hombre muy prestigioso. Como varios de los nuestros, lo conocía bien a Rosas. Estuvo con él en la campaña del desierto en 1833, del mismo modo en que Lavalle compartiera con el tirano varios meses allá en el sur de Buenos Aires, en el Tuyú y en el Azul, en la década del 20. ¡Pobre Rico! Nos guió tras el desbande en Chascomús y los del sur fuimos desde entonces la "Legión Rico", hasta que lo mataron la noche negra de la sorpresa que nos dio Pacheco en San Calá y, según las mentas, con su cuero fabricaron unas maneas .
      Mi primera batalla -que no pelea- fue esa de Chascomús, aquel 7 de noviembre de 1839, que hubimos de enfrentar con sólo facones y boleadoras, sin que nos llegaran las armas que habíamos mandado comprar a Montevideo. ¡Qué fiero pasar de esa mirada de odio, de esos gritos de coraje y asesinato, de esas manos apretadas en la empuñadura del sable, a la alegría de ver como venía el coronel Granada a pasarse a nuestras filas y a la posterior sorpresa y descalabro al darnos cuenta de que nos lanceaba sin piedad! ¡Cómo volví mordiendo el freno y lagrimeando por tanto esfuerzo perdido, por tanta Patria perdida, por el hogar que ahora deberíamos abandonar en lugar de sentarnos en los tronos de la Ciudad! ¡Qué largas y qué cortas se nos hicieron esas leguas hasta el puerto del Tuyú junto a los 800 que formamos en la Legión Rico!
      Recuerdo nuestra indignación al llegar al Tuyú, cuando vimos que se venían de desembarcar montones de cajas con armas por las que habíamos implorado y que tardíamente trajo la escuadra francesa. Las abrimos, nos aprovisionamos de ellas, cargamos aperos y petates, largamos con tristeza los caballos y despidiéndonos de don Gervasio Rosas, nos embarcamos para el Entre Ríos a juntarnos al general Lavalle, para reiniciar el ataque sobre el tirano.

      La Campaña de Entre Ríos

      Lavalle nos mandó 1800 buenos caballos y nos encontramos con él en los primeros días de enero del 40 en el Yeruá, donde venía de triunfar sobre Echagüe en una histórico enfrentamiento de 450 unitarios contra 1600 entrerrianos. Allí conocí a mi jefe. Allí empecé a endiosar su magnetismo, su gesto paternal, sus ojos buenos, envuelto su celeste entre las barbas rubias, la estampa orgullosa a pesar de la ropa de paisano.
      Me llamó la atención que ese gaucho fuera el oficial de San Martín, el jefe indiscutido del Ejército Nacional cuando volvió de Ituzaingo, el que fuera tan duro al calificar las montoneras de Artigas y las indiadas de Rosas y Dorrego en la batalla de Navarro. La misma impresión tuvo el general Paz, que nunca perdió su estilo militar, y recordaba en sus Memorias que en 1826, cuando lo conoció, Lavalle "profesaba una aversión marcada por los usos, costumbres y hasta el vestido de los hombres de campo o gauchos" por lo que lo sorprendía que ahora, en esta campaña, vistiera "un chaquetón si era invierno y anduviera en mangas de camisa si era verano, aunque sin dejar un hermoso par de pistolas con sus cordones pendientes del hombro". Lavalle, desencantado de los hombres de levita o "de negro", como les decía, había decidido compenetrarse y conquistar desde el corazón a sus paisanos compatriotas.
      Aquellos volvían a ser días de entusiasmo y de gloria. Nuestro movimiento, lleno de romanticismo, se alimentaba de poetas y de fervor. Eran días en los que íbamos a la batalla cantando "A la Lid":
      "Hoy el blanco y azul estandarte / recupera su antiguo esplendor / y al abrirlo Lavalle y sus bravos / palidece el tirano opresor / correntinos, la gloria os aguarda / ¡A caballo! La lanza enristrad, / que el bravo Lavalle ha jurado / dar su sangre por la libertad".
      ¡Carajo!

      Lo de Chascomús fue una confusión y un desbande, pero mi primer pelea fue Don Cristóbal, el 10 de abril de 1840. Como siempre después, éramos menos. La batalla se inició de improviso, por una atropellada de un jefe nuestro que había sido provocado por partidas federales. Al galope el general nos formó con él, al medio. El espectáculo era imponente. Enfrente, los de Echagüe y Urquiza que eran cuatro mil, aquí los nuestros, dos mil setecientos. Daba miedo, transpirábamos. Estaba pegado a mi cuñado Matías Ramos Mexía, marido de mi hermana Pancha. Yo tenía un colorado liviano que estaba como loco, apretado allí y caracoleando. Lo sujetaba y le gritaba, medio con fuerza, medio de susto. Mantenía las espuelas lejos de la panza.
      No podía quitarle los ojos a Lavalle. Miraba quieto, imperturbable. No se le movía un músculo. Mierda, quién pudiera. Nos llenaba de valor. ¿Qué pasaría? ¿Habría llegado la hora del cuchillo? Pensé en los tatas y en don Pancho. No sabía si podría contarlo, pero ibamos a ganar. Estábamos con el general invencible.
      El hombre hecho capitán en Chacabuco a los 19 años, ahora de 42, ajustó el barbijo de su sombrero panamá, medio incomodado por la lanza corta. Miró para atrás y leí las letras negras de la cinta azul y blanca del chambergo: "Libertad o Muerte". Cuando cruzó mis ojos, se le dibujó en el rostro una sonrisa. Pelé el sable y salimos al trote corto. Era impresionante el ruido, los cascos, las vainas de lata pegando en las estriberas, el espuelerío, el "vamos, vamos" de la paisanada, Lavalle derechito adelante tomando el galope corto con la lanza en alto, mi colorado largando baba desesperado por tomar la punta, el coraje repentino, el grito "¡Viva la patria! ¡A degüello!" Yo no lo podía creer, pero gritaba con todos los pulmones "¡Viva la libertad! ¡Viva el general Lavalle!". Largué el colorado que pasó a varios y vi como abríamos las filas enemigas como manteca. "¡Háganse a un lao maulas!". El caballo pegaba contra otros y contra gente. Uno de a pie paró la disparada, me hizo frente y lo degollé, limpio y terrible. Sentí en el brazo como su cuerpo frenó la fuerza de la lata. Seguí corriendo espantado y enceguecido. Cuando paramos, estábamos atrás del ejército enemigo, y les habíamos tomado las carretas y bagajes. Tuvimos el honor de ser de los reconocidos en el parte de batalla, que todavía guardo: "Por ahora me limitaré a recomendar el escuadrón Mayo, compuesto de hacendados del sur y ciudadanos, el cual estuvo constantemente a mi lado". Lástima que no los rematamos ahí nomás, después de esa victoria.
      A la madrugada del 11 mi tío Juan Nepomuceno Madero, comisario de la expedición, me mandó con dos hombres en la ballenera del general a la costa, para averiguar por unos cañonazos. Cuando nos retirábamos luego de no ver nada, se apareció una gente que nos tiroteó. Los alcancé a oír: "ya se jodieron los unitarios, veremos si vuelven a resucitar, quítense la divisa". Nuestro entusiasmo no era unánime.
      El 16 de julio de 1840, después de meses de escaramuzas, volvimos a pelearlo a Echagüe en Sauce Grande. Peleamos en condiciones desfavorables desde las 11 de la mañana hasta las 5 de la tarde. Los ejércitos se destrozaron a tal punto que cuando se nos ordenó retirarnos al Diamante y nuestro comandante del Escuadrón Mayo, el coronel Cayetano Artayeta, decidió realizar el movimiento enfrente del enemigo, nadie nos lo impidió. A las 11 de la noche nos encontramos en el Diamante con nuestras tropas, que el general Lavalle había retirado protegidas por el resto de la caballería, que casi no peleó por lo escabroso del terreno. Perdimos 500 hombres, 200 muertos y 300 heridos, pero el general fanatizó a la tropa cuando paró la dispersión de la derrota, al mandar a la reserva de Vilela ponerse atrás del enemigo que iniciaba la persecución de nuestra caballería. Luego de ello nos embarcamos para la Provincia de Buenos Aires.

      Buenos Aires

      El 5 de agosto desembarcamos en San Pedro con la vanguardia mandada por Niceto Vega y Rico. A los pocos días nos dijeron que estaba por allí el general rosista don Angel Pacheco. Sabíamos que era el mejor de los enemigos; un militar de carrera que en Achupallas, en Chile, a la salida de la cordillera por el Ejército de Los Andes, había acudido a proteger a Lavalle bajo las órdenes de Necochea, cuando nuestro jefe cargó con 25 a más de 100 godos, iniciando su legendaria fama. En un paraje creo que llamado El Tala, en lugar de pelear Pacheco nos tiró encima toda las manadas de caballos, generando tal entrevero en sus propias filas que don Angel perdió la espada, su kepí y una espuela, que a partir de allí usaría Rufino Ortega, hasta perderlos a manos del mismo Pacheco en San Calá.
      En la Cañada de Las Pajas, don Niceto Vega acuchilló al coronel Vicente González, que se hacía llamar el carancho del monte, en lugar de chimango, cómo habría debido, pues dejó en el campo hasta su galera con su china llorando adentro. Después de esa victoria nos llegamos a las puertas de la Ciudad, hasta aquel fatídico 7 de septiembre en que nuestro general, después de haber llorado en los mismos campos de Navarro donde ejecutara a Dorrego y después de recibir informes sobre la voluntad de los franceses de traicionarnos y arreglar con Rosas, decidió marchar desde Merlo a Santa Fe a combatir al gobernador Juan Pablo López, "Mascarilla".

      Santa Fe

      El 29 de septiembre, luego de que el general Iriarte tomara Santa Fe a cañonazos y asaltando la plaza y rindiera al general Garzón y al coronel Acuña, Lavalle los puso bajo custodia de nuestro escuadrón en el Cabildo. Cuando llegó a la ciudad el general los fue a ver, les dio la mano, se inclinó de su caballo y los abrazó, picó espuelas y se puso al frente de las tropas formadas, retirándonos de la Ciudad. La toma de Santa Fe fue una última apuesta al mantenimiento de la alianza con los franceses, ya que ese punto nos permitía mantenernos en contacto por el río; pero todo cambió cuando se concretó el tratado de paz entre la diplomacia rosista encabezada por don Felipe Arana y el Barón Mackau por la Francia. Se confirmaban los anuncios que nos hicieran abandonar nuestra Provincia.
      Fue entonces que recibimos orden de montar para iniciar el camino de la sed y del desierto, escapándole a Oribe y a Pacheco y buscando a Lamadrid, para dar juntos la batalla definitiva. Casi sin caballos, diezmados en Los Calchines por el envenenamiento del mío-mío, nos arrastramos hacia Córdoba.
      A Lamadrid le llamaban "vidalita" porque en las marchas las iba componiendo y cantando y lo hacía aún en medio de la batalla, cuando se lanzaba enceguecido al frente de sus tropas a degollar personalmente al enemigo. Para tristeza de la república y absoluta desazón nuestra, aquella semana Vidalita no llegó a la cita. Prácticamente de a pie veníamos esquivando el bulto de la pelea hasta que no se pudo más. Oribe formó en batalla frente a la laguna del Quebracho Herrado y debimos clavar espuela para hacer lo propio. La situación era prácticamente insostenible. Nos jugábamos a ganar en la primera carga, porque después no tendríamos resto.

      El Quebracho

      Lavalle vestía ese día sofocante chaquetilla y bombacha de brin blanco y calzaba botas largas de gamuza con pequeñas espuelas de plata. Llevaba en la cabeza el Panamá con su divisa premonitoria y el ala levantada en la frente, y al cuello un gran pañuelo de seda azul y blanco que flotaba al viento como una bandera. En la izquierda el rendal, un latiguito brasilero colgado de la muñeca, y en la diestra su corta lanza, tan temida. Lavalle, como general, no usaba su espada, que le era llevada por su asistente y era la misma de la guerra de la independencia.
      El coronel Hornos desensilló, acomodó las pilchas fuera del campo, y asentó su sombrero negro sobre el apero. Se ajustó la faja, se sacó el largo pañuelo del pescuezo y se lo ató a la cabeza, acomodó en la cintura un largo facón y apoyándose en la lanza pegó un brinco y quedó enorquetado en pelo. Así peleaba él. Era un gaucho de Buenos Aires, donde se había criado, domador y jugador de pato, de bota de potro y espuela de fierro; era el gaucho de los gauchos. Si no era bueno en estrategias, valía mucho como guerrillero.
      Por otro lado andaba Juan Crisóstomo Alvarez, que era de los que nos había derrotado en Chascomús peleando bajo Granada. La vida lo haría enfrentar al mismo jefe en Rodeo del Medio, bajo las órdenes de su tío materno Lamadrid, cuando con sólo 300 hombres corrió a toda la caballería enemiga. Alvarez era muy pálido, nariz aguileña sobre el cuidado bigote, frente alta y mirada franca. Peleaba con una vincha sujetándole su pelo renegrido y muy largo partido al medio. Daba en el combate espantosos alaridos; parecía poseído por el diablo mismo. Aquella táctica india electrizaba a sus huestes pues el salvaje grito del jefe era repetido por todos los demás. Nos jugaríamos en las primeras cargas a muerte.
      28 de noviembre, Quebracho Herrado. Formamos. Eramos 2500 contra 6000. Los de la Legión Rico peleamos bajo el mando del coronel Niceto Vega contra la derecha enemiga comandada por Pacheco. Las primeras cargas empezaron a las dos de la tarde y fueron nuestras, pero el enemigo se retiraba y volvía a armarse, no pudiendo nosotros perseguirlo y acuchillarlo por falta de patas. Volvíamos a cargar y nos volvíamos a quedar jadeando. A las 4 no teníamos más caballos y fuimos doblados.
      Del mismo modo en que después lo haría en Angaco, tras la persecución, Crisóstomo Alvarez se paró en los estribos y ordenó media vuelta. Entonces, lanza en ristre, se arrojaron sus jinetes cubiertos de sangre y polvo sobre la infantería federal, para volver luego a retirarse al trote.
      Quedábamos formados sólo 1000. A las 5 Lavalle salía del campo al tranco. Vega nos dirigió a protegerlo y desesperado le gritaba que galopase, pues nos estaban cargando: "Mi general, por la patria, a nombre del ejército libertador, le suplico que galope, que se salve, porque los enemigos se corren ya por nuestro flanco". Tal como lo describiera el compañero Lacasa "Lavalle volvió la vista y como si no pudiera persuadirse de que sus legiones estaban rotas, con una voz imperiosa, y parando el caballo para volverlo hacia el enemigo, dirigió al coronel Vega estas palabras, que después de 20 años nos parece aún que están repercutiendo en nuestro oído: "Arroje Vd. esa canalla". A la voz magnética de ese gigante de la guerra, los 100 que quedábamos del Escuadrón Mayo volvimos las caras tras de Vega y nos entreveramos en al campo de batalla, volviendo a desparramar a ese gauchaje con odios pero sin ideales.
      -¡Ah!, Mayo, ¡envidia te tengo! - exclamó Lavalle y tomó el galope en dirección opuesta para salir del conflicto.
      En esa carga final observé que sólo quedaba en el campo el cuadro de nuestra artillería con muchos infantes defendiendo nuestras carretas, llenas de mujeres y chicos que nos seguían desde San Pedro. El comandante Lacasa se llegó hasta allí y le transmitió al coronel Pedro José Díaz la orden de salvarse a toda costa. Díaz gritó: "Diga Vd. al general que donde mueran mis soldados, muere su coronel" y volvió al cuadro. Cuando Pacheco intimó rendición murió Manuel José Bustillo, hermano de José María, de 23 años, cabo de una pieza de artillería que no se quiso rendir y tiró hasta el último tiro.
      Luego de la batalla nuestro prisionero el general uruguayo Garzón fue a ponerse a las órdenes de Lavalle, pero éste lo mandó al campamento federal solicitándole intercediera por los prisioneros. Lavalle perdió la divisa azul y blanca de su sombrero (Libertad o Muerte), 1300 hombres muertos o heridos, toda la infantería y 600 prisioneros que fueron mandados a pie a Buenos Aires o a Córdoba.
      Con media Legión Rico, a fuerza de lanza y sable y por estar bien montados como todos los revolucionarios del sud, nos reunimos con Lavalle en El Tío, frontera de Córdoba. Fue esa una noche de terrible desazón. Estábamos junto a Matías y Ezequiel Ramos Mexía sabiendo que lo habían prendido a su hermano Panchito. Pobrecito Pancho. Fue prisionero a Córdoba y allí, sacado de la cárcel por un coronel mazorquero Bárcena, fue degollado y colgada su cabeza en la plaza Sobremonte.
      Después del Quebracho, increíblemente, recibimos en uno de los campamentos la visita de uno de nuestros anteriores aliados franceses, que pretendían ofrecer al general -de acuerdo con Rosas- el destierro en Francia y una fuerte suma de dinero. En una bochornosa noche, junto a los fogones, con las caras iluminadas por el chisperío, Lavalle juntó a varios oficiales y aprovechó para contestar de modo que se oyera: "Hay todavía pueblos en pie contra el despotismo que esperan de mí su dirección y no cometeré la infamia de abandonarlos. Rendiré la vida combatiendo por la noble causa de la libertad". Los enviados, que habían sido buenos amigos personales nuestros, se retiraron, nos pareció, con orgullo de su ex aliado y vergüenza de sus propios jefes.

      San Calá

      Lavalle dividió las tropas en Córdoba por no poder enfrentar a Oribe, y los del sur nos separamos, partiendo unos con Rico bajo Vilela a Cuyo y otros con Lamadrid a Tucumán.
      El coronel Vilela era hombre valiente pero francamente inhábil, que se dejó sorprender con la tropa adentro de un potrero con paredones, a la una de la mañana. Dormían plácidamente cuando se desató el infierno. Fuegos, balazos, pólvora otra vez, gritos y espanto. Manoteaban ropa y armas, disparaban. Un pistoletazo destruyó a nuestro buen jefe Manuel Rico y otro más allá al comandante Juan José Güiraldes. Aquello fue una verdadera carnicería. Nos mataron 500 hombres. Vilela pudo escapar caminando a La Rioja a encontrarse con Lavalle. El 17 de enero de 1841 en el campamento de Pampa del Gato, Oribe, por orden superior, fusiló a la división cordobesa prisionera en San Calá, comandada por el teniente coronel Agustín Gigena e integrada por 21 valientes más.
      Con los restos de San Calá Lavalle formó un grupo de 400 soldados, organizándolos bajo el mando experto del general de granaderos Juan Esteban Pedernera. Cuando nos volvimos a encontrar con él en Tucumán, Lavalle estaba orgulloso de su tarea en La Rioja y Catamarca. "Mi campaña en La Rioja ha sido prodigiosa", decía. "Estoy muy contento de haber detenido un ejército de 3500 hombres con 400 hombres desnudos, casi desarmados". Hablaba muy bien de un comandante de Los Llanos que había peleado junto a Paz contra Quiroga: "el Chacho es un caudillo formidable", comentaba refiriéndose a Peñaloza.

      La última batalla

      Tucumán fue en aquellos días para nosotros un oasis entre dos batallas. El gobernador Marco Avellaneda era tal vez la personificación absoluta del espíritu liberal y del ideal civilizador en el centro de nuestra patria. Esas tierras que pisaban nuestras botas de campaña por primera vez, nos reflejaban un mundo diferente y desconocido, que pugnábamos los porteños por hacerlo propio dentro de nuestros corazones. En medio de enormes cerros, vegetaciones exuberantes, ríos a veces caudalosos, a veces secos, gentes rudas y reservadas y ambiente trastornado por la guerra, una pequeña sociedad refinada encontraba espacio para reunirse en tertulias de salón o en bailes que desafiaban la realidad. Eran aquellos, actos como de rebelión contra el medio o demostraciones del deseo de una Argentina semejante a las cultas potencias europeas de las que venían nuestras familias. Los que llegábamos de la pampa, del desierto, del caballo y del combate, nos sentíamos raros entre aquellos modales tan donosos y galantes, propios de nuestra formación cortesana y española.
      Nuestro gobernador, como digo, inflamado de idealismo, de pureza y de coraje decía: "Yo cumpliré mi juramento; los bárbaros no dominarán Tucumán, sino después de haber pisoteado mi cadáver". Tenía 28 años y sus palabras pronto se hicieron realidad.
      En Salta les agarró a Lavalle y Avellaneda la noticia de la llegada de todo el ejército federal y la defección del gobernador sustituto. Los que habíamos quedado en Tucumán salimos afanosos a buscar caballos, especialidad de nuestro salvaje -él sí- coronel Hornos, a quien siempre le tocaba comandar esa tarea, como cuando desembarcamos de a pie en Buenos Aires. Armamos una pequeña fuerza que llegó hasta pasado el millar, para enfrentar al ejército federal combinado de las tres armas y fuerte de 5000 plazas.
      Cuando no hubo posibilidad alguna de mejoría, Lavalle nos mandó una noche cruzar el río y plantarnos en batalla detrás de un sector central de la fuerza enemiga.
      Que sean las armas y el coraje las que decidan la situación.
      - ¡Sí, mi general!
      19 de septiembre, Famaillá. Allí estábamos de nuevo los del Mayo, sin Rico, sin Panchito Ramos, sin tanto camarada. Nuestra corajeada sería la decisiva porque las caballerías eran medio parejas, aunque la diferencia la hacían sus infantes, que decuplicaban a los nuestros. Pedernera se puso esta vez a nuestro frente con los coroneles Oroño y Ocampo; Hornos en pelo y como un indio, lanza, bota de potro y nazarenas, encabezaba notoriamente la reserva; Lavalle formó atrás, con su escolta dirigida por el teniente Celedonio Alvarez, esta vez apretada la cabeza por una vincha celeste... ¡mi general! Ya estaba hecho un feroz gaucho, un hombre de la tierra, aunque no perdía su orgulloso porte militar.
      Entonces pasó lo inesperado. Cuándo terminaron los aprestos y se oyó la desenvainada del sablerío, el general Pedernera torció el caballo, nos gritó "¡Todos quietos!¡No me sigan!" y salió despedido sólo con dos escoltas hacia el campo de batalla. Miramos a Lavalle, que se alzaba parado en los estribos de su tordillo de pelea con la mano en alto en señal de calma. Pedernera, en medio del campo y a la vista de los dos ejércitos, le gritaba al general enemigo, Hilario Lagos, que viniera a pelearlo. Se produjo un revuelo enfrente; parecían no entender lo que pasaba. Por fin Lagos picó espuelas mientras desenvainaba en toda la furia y gritaba "¿Queeeeeé?" Pero antes de la escena medioeval, Oribe ordenó carga y salimos todos disparados estrellándonos en el medio.
      En ese momento supremo, una parte de nuestra tropa integrada por rejuntados de última hora dio las ancas y se generó un desbande. En esos instantes, quién no atropella es derrotado. Cuando parecía que el centro enemigo nos arrollaría, cargó contra él, con furia y con una bella imprudencia, la reserva del coronel Hornos, haciendo frenar al sanguinario coronel Maza, hombre que degollaba a los prisioneros personalmente, como dándose un gusto. Allí mismo se apareció por nuestro lado el mismo general Lavalle con su escolta, cargando a la cabeza, seguido por su asistente y el comandante Sandoval, que luego nos traicionaría. Fuimos tras de él con tal vehemencia, que en un rato estábamos en medio de las tropas enemigas, rodeados de cadáveres.
      La situación era desesperada. El general había dejado su lanza clavada en un formidable adversario e hizo rayar a su caballo, estirando el brazo atrás con la mano abierta, buscando de su ayudante el corvo de Chacabuco y Maipo, Pasco, Puertos Intermedios y Riobamba, lo único que le quedaba de su uniforme granadero. No lo halló. El asistente yacía muerto tras la horda que se nos venía encima. Fue allí que se apareció nuestro baqueano Alico, que nos indicó un hueco hacia los montes por el que disparaba su galgo "Patagón". Nos retiramos formados, lentamente. Don Félix Frías entregó su espada al general, que la usaría hasta morir.

      Por Salta

      El 25 a la madrugada, estando campados entre el río Las Piedras y el Pasaje, Luis Cané, que había sido apostado adelante, volvió meta espuela para informar al general la presencia de montoneros emboscados en el vado del río. Hubo alguna inquietud en algunos rostros. Lavalle ni mosqueó y con desprecio al enemigo, en idioma del Ejército de los Andes le dijo a Hornos:
      - ¡Vaya con el Escuadrón Victoria a chicotear a esos maturrangos!
      Así se hizo esa tarde y nuestros veteranos desparramaron paisanos a los cuatro vientos, en una feroz lanceada que los puso en completa derrota, matándoles bastantes hombres, de los cuáles se contaron más de 20 en el bosque.

      Allí el terreno sube en altas lomadas que insinúan y terminan mostrando los valles de Salta y de Siancas y el camino a Jujuy. Eran formidables esas escenas de la Patria, ¡tan rica y pujante y desdichada! El cansancio que casi nos arrastraba, de a ratos dejaba paso al asombro, la belleza y la emoción de aquellas tardes luminosas sobre la selva de esos cerros lujuriosos. De a otros ratos, en cambio, sólo sonaban los cientos de herraduras y los golpes de los sables en la espuela, en medio del polvo de la huella. Los del sur, con las pilchas buenas castigadas de combates y vigilias, mirábamos al granadero de Riobamba y dábamos el ejemplo al paisanaje no dejando que los hombros se bajaran, ni que se arqueara la espalda.
      No sé por qué, se me viene al recuerdo una mañana, en la que antes de la salida del sol ya nos dieron la orden de salir. Con el nerviosismo de siempre, las piernas entumecidas y la espalda doliendo por la dureza del suelo y del apero, pegué un salto, acomodé algo las pilchas, alcé el bozal y salí, despeinado y con mal aliento, a agarrar uno de los dos fletes que me había agenciado, un malacara que andaba en pareja con un moro. Me miró algo molesto, como quejoso de tener que sufrir de nuevo el fierro en la boca, la cincha en la panza y el patrón sobre el lomo, pero me siguió resignado. Agarré también el moro. Lo iba a llevar de tiro en lugar de suelto con la tropilla, por si era necesario dar otra pelea repentina. Las cosas no estaban para demoras y macanas.
      Al lado del hueco que usé de cobija, ensillé con cuidado; las apuradas en esos momentos nocturnos siempre nos obligan a acomodar de nuevo enseguida, en medio de la senda, molestando a los demás y dando mal ejemplo a la tropa. Me refresqué la cara en un hilito de agua, me mojé el pelo e hice unos buches, palmeé al caballo en la tabla del pescuezo y me arrimé al fogón a tomar unos mates con la gente.
      El general estaba sentado en una piedra, cabizbajo, sin hablar, con la mirada perdida en el fuego, jugando en la tierra con un palito, envuelto en su poncho blanco doblado en dos. Ya tenía puesto el sombrero de paja que le hacía sombra en la cara, dejando que las llamas le iluminaran solamente la barba rubia, medio colorada. ¿Qué pensamientos trajinarían por esa mente torturada? Yo sabía que Lavalle sentía lo mismo que nosotros, pero con la responsabilidad del jefe.
      - Aquí estamos todos dejando un testimonio de la Patria que no va a morir nunca, mi general -dije.
      Ladeó la cabeza al costado y para arriba, para verme. Ahí el fuego dio de lleno en esos ojos celestes tan llenos siempre de bondad, aunque tan duros en la batalla.
      - Gracias, Madero -contestó, mientras me obligaba a mantener su mirada fija con la mía.
      Pasó un rato largo y agregó:
      - Siéntese.
      Obedecí y el comandante Lacasa me alcanzó un mate hirviendo, medio aguado ya. Pedernera andaba zangoloteando a algunos remolones; "vamos a estar montados antes que el alba", gritaba. Los que estábamos listos teníamos unos ratos más de sosiego y tranquilidad.
      -Vamos a seguir para que estos bárbaros distraigan su fuerza tras esta pobre cabeza, Madero. Y vamos a terminar lo que empezamos, para morir con un honor que le dé miedo siempre a la tiranía, o para seguir armando la resistencia desde donde se pueda, desde Charcas o desde Chile o desde el Paraguay. Al final se impondrá la Constitución. Esa es nuestra misión, este es nuestro deber, ¿no es así?- La pregunta volvió a sonar como si fuera para sí mismo.
      - Si mi general -contesté. Vamos a pelearlos hasta el final, para que se nos recuerde.
      El ruido de sables nos levantó. Salimos cada uno para lo suyo. Hacía frío. Agarré las riendas y las clinas del malacara, metí la bota dura en el estribo de fierro, volié la pata sobre el lazo y di un tirón a la boca para juntarme al galope a mi pelotón. La fila india ya se metía adentro del monte cuando el tinte rosado y los cantos de los pájaros anunciaban la madrugada.

      Llegamos a Salta el 30 de septiembre. Unos días después nos enteramos de nuevas cosas que nos oprimirían con mucho dolor. El jefe de la escolta del general había negociado la vida de los suyos pasándose y prendiendo a Marco Avellaneda y al coronel Vilela, que se habían cortado solos en el monte en Famaillá. El asombro nos abatió. Más vale un chúcaro que un mañero, me dije para los adentros. El 4 de octubre supimos que los traían presos ya en Metán, pero no que los habían fusilado el día antes, para colgar sus cabezas en las plazas.
      Lavalle decidió seguir la marcha hacia Jujuy, licenciando antes a Oroño, Ocampo, Salas, Hornos y Olmos, con 200 hombres, que agarraron la selva para seguir el combate en Corrientes, junto al general Paz.

      El 8 de octubre, después de marchar 18 leguas en 15 horas, llegamos a Jujuy[58]. El general se fue con unos pocos a lo de uno de esos viejos unitarios que se creían dueños de la soberanía jujeña y de a ratos eran gobierno y de a ratos eran corridos ya por Güemes, ya por otros federales. Bedoya era el hombre, que en ese entonces andaba con Lamadrid por Cuyo o exiliándose vaya a saber uno donde. ¡Por esas imbecilidades! Unas avanzadas de malandras pasaron buscando al cogotudo, tirotearon la puerta y sin querer nos mataron a lo más americano que quedaba de la Patria.
      El tiroteo nos sobresaltó y en un santiamén nos llegamos hasta el cuerpo desangrado con un tiro en la hoya. Estaban a su costado el panamá con la escarapela celeste, una bufanda de vicuña, las espuelas de plata y la espada de Frías. Luis Cané retiró la faja ensangrentada que le regalaría a su hermana, la mujer del también asesinado Florencio Varela. Aquel 9 de octubre murió el general Juan Galo de Lavalle antes de cumplir los 44 años.
      Ahí nomás partimos en un desespero, puro llanto, desaliento y disparada. Pedernera nos hizo jurar que los restos de nuestro jefe no seguirían la suerte de trofeo de los de Castelli, Panchito, Rico y Avellaneda. Nos dijo que lo había visto batirse por la independencia del continente en cien combates y que un granadero no quedaría en manos de esas hienas. Llorando todos nos juramentamos.

      Después del preparativo, del ruido de fierros y latas, del ajuste de correones y de acomodar a nuestro jefe como a una divina carga, partimos bastante tarde. Al mando la escolta del teniente coronel "el Indio" Laureano Mansilla, un sargento Sosa tiraba las riendas del moro de Lavalle. Guardadas sus pistolas, quedaba allí de lo suyo la montura militar con un pellón gaucho, sus botas colgando a los flancos mirando para atrás y el cuerpo cruzado, todavía en esa suerte de uniforme acriollado y envuelto en la bandera argentina que venía desde el comienzo de la campaña en Uruguay. El sombrero de paja que reemplazara al morrión, colgaba del apero.
      Era tarde cuando llegamos al pobladito de Tumbaya. Formamos cansados frente a la Iglesia, depositamos el cuerpo frente al altar y nos turnamos en el homenaje, el llanto y la guardia, en esa interminable noche en la que nadie durmió. Por la mañana, el imponente marco de los cerros que nos rodeaban como un anfiteatro, los rostros enjutos de los pobladores, el gesto curtido y cansado de nuestros paisanos -ya todos lo éramos, no exentos de orgullo- le dieron al final del velorio y a la partida algo que compartieron una intensa religiosidad y un fuerte heroísmo.

      Cuando la podredumbre no dejó más paso, el oficial de Napoleón Alejandro Danel sacó su facón para descarnarlo al cuerpo, guiado por el médico Gramajo y secundado por el soldado del Tuyú Segundo Luna. Danel recordaría entonces cuando el coronel Lavalle en Ituzaingo le diera la instrucción de pedir autorización a Alvear para entrar en combate: "Ayudante Danel, diga usted al señor general que este regimiento jamás recibirá un balazo por la espalda y que desea sablear y destruir al enemigo que tiene enfrente".
      Al ver que desde el alto punoso se desprendían hacia nosotros partidas guerrilleras de indios al mando de Puch, Pedernera las cargó hasta la Plaza de Humauaca.
      Anduvimos todavía hasta La Quiaca 40 leguas, mientras la vanguardia disparaba adelante, continuando de tanto en tanto el descarne, y varios nos manteníamos atrás comandados por Pedernera, peleando a los indios. Lavalle tenía la maldición de la pelea contra los indios, en el Uruguay como teniente, con los coraceros en Chascomús al sur, en Navarro y ahora, contra esos 200 iruyanos que seguían a Puch desde las guerras de la Independencia.
      Indios estos! A pesar de lo macabro de sus intenciones, no eran mala gente; era cuestión de hacerlos más a nuestras costumbres. Yo los conocía desde las épocas de quién sería mi suegro, el viejo Pancho Ramos Mexía, hombre que los doctrinaba y protegía... Con los indios es preciso paciencia y cariño al principio. Generalmente se olvidan las gentes que son salvajes y quieren exigir de ellos que hagan lo que ni siquiera han visto hacer. Domar potros lo sabrán hacer bien; lo mismo que arreglar los aperos -bozales, riendas, maneadores, etc.-. Sólo hay que vestirlos y que coman a gusto, que de dinero no necesitan. ¡Enfin!
      En total galopeamos 163 leguas a Potosí, donde pudimos hacer el responso al general, dándole cristiana sepultura. Estaban Pedernera, Danel, Matías y Ezequiel Ramos, Mariano y Cayetano Artayeta, antiguo edecán de Dorrego, Lacasa, Félix Frías, unos cuantos criollos más. Cumplí entonces mis 26 años.

      Después de más de 40 años, el viejo Madero le escribía a su hijo Ernesto un 1° de Octubre de 1883, dándole instrucciones para que su nieto Carlos le arrimara algo a un buen paisano de los pagos de Maipú, el pueblo que fundara en las tierras que habían formado parte de la vieja estancia Miraflores de su suegro Francisco Ramos Mejía:
      "... Ese villete de $ 5 m/n que se incluyó es para que Carlitos se lo regale a P. Torres por que tiene los retratos de los generales Lavalle y Paz".
      por Hern Madero Cibils

  • Fuentes 
    1. [S112] Ibarguren Aguirre, Carlos Federico, Los Antepasados, A lo largo y mas alla de la Historia Argentina, (Trabajo inedito).

    2. [S137] Cutolo, Vicente O., Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, (Editorial Elche, Buenos Aires, 1968. De este diccionario se editaron varias ediciones actualizadas, hasta el 2004.).

    3. [S1147] Family Search, (www.familysearch.org), https://familysearch.org/ark:/61903/3:1:9396-XT9Z-FW.

    4. [S1591] Juan Manuel Viaña y Diego Jorge Herrera Vegas, Los Viana, (2012, Santiago del Estero: Lucrecia), pagina 42.

    5. [s1] Medrano Balcarce, Juan Manuel, Medrano Balcarce, Juan Manuel, (jmedrano76(AT)hotmail.com).