Notas |
- EL TALERO DE DON FEDERICO
Por Marcelo Jorge Martínez Leanes.
(Anécdota)
A mi querido padre, don Jorge R. Martínez Leanes, veterano conocedor de nuestras costumbres y tradiciones criollas, me complazco en dedicarle esta narración evocativa de lejanos tiempos.
24 de diciembre de 1954.
Despuntaban los primeros albores de una límpida mañana de otoño y una sábana de luz íbase tendiendo sobre la verdosa alfombra de la pampa bonaerense. Hermoso amanecer el de aquel 25 de mayo de 1869.
La naciente población de Ayacucho, entonces punto casi perdido en nuestro lejano sur, lucía ornatos de fiesta. Su ancho callejón principal, a cuyos lados desparramábanse unas cuantas casuchas, en su mayoría de adobe, estaba decorado con hileras de vistosos gallardetes suspendidos en lo alto. Dos banderas argentinas, que flameaban majestuosas en el tope de sendas astas que no eran sino dos largas ramas de árbol, embellecían el cuadro y, por el lugar en que se hallaban colocadas, aparecían formando una entrada al engalanado callejón.
En el humilde caserío se movía la gente desde muy temprana hora, trajín anunciador de algún suceso importante que se estaba aguardando con nerviosa expectativa.
En su firme ascenso empezó a dar el sol tibieza a la mañana y hasta hubiera parecido que sus claros resplandores iban apartando a las pocas nubes atrevidas que amagaban molestarlo. La rara diafanidad del día agrandaba la tranquila escena, presentándose como un feliz augurio para los festejos con que el poblado de Ayacucho celebraría la fecha patria.
Apenas si el rutilante disco de oro había recorrido breve trecho y ya, sobre la línea del horizonte despejado, comenzaron a perfilarse en gran número unas pequeñas siluetas movedizas: el rudo señor de las pampas, curtido por todos los soles y todos los vientos, era aquel que así, como brotando del suelo mismo, aparecía trayendo ansias de volcar todos sus briosos entusiasmos en la justa varonil, donde la destreza y el coraje, únicas armas hechas para la franca lid criolla, iban a decidir quiénes tendrían la envidiable suerte de emprender el camino de regreso sabiendo que después, durante largo tiempo, seguirían haciéndose mentas de sus nombres hasta en los últimos confines del pago.
Y a poco la madrugadora concurrencia empezó a llegar al lugar de la cita: unos solos, otros en yunta, quienes con tropilla o en grupos numerosos. Algunos de los que llegaban montando o conduciendo de tiro a sus parejeros "frescos" habían tomado la precaución de "hacer noche" en las cercanías del poblado para "conservar caballo": esperanzas puestas en las patas de esos pingos, preparados cuidadosamente para las cuadreras. Y también hubo otros que, animados por una breve jornada, realizaron el viaje con sus compañeras acomodadas en las ancas de sus fletes.
Los gauchos que iban arribando en los grupos más numerosos pertenecían, en su mayor parte, a las valientes peonadas de los primeros establecimientos que poblaron esas lejanas tierras de la Provincia de Buenos Aires y que constituyeron, sin lugar a dudas, avanzadas de civilización que, a costa de grandes sacrificios, empujó hacia el desierto y defendió tenazmente nuestro colonizador criollo, héroe indiscutible del progreso nacional, en esa larga y dramática lucha que debió librarse para arrancar al imperio del indio la posesión de la pampa virgen.
Esos establecimientos, llamados a convertirse con el correr del tiempo en fuente de nuestra más importante producción, fueron fundados en su casi totalidad por hombres surgidos de nuestras mejores familias tradicionales, quienes, impulsados por una tan extraña como firme resolución, abandonaron la cómoda vida urbana para escoger otra muy distinta, llena de peligros y sacrificios.
Habrá sido respondiendo a un llamado imperativo de la vocación, a la necesidad de salir en busca de nuevos horizontes, al acicate que tienta irresistiblemente a los valientes a correr el albur de las más temerarias aventuras, habrá sido tal vez porque vieron compensados esos peligros y sacrificios con la felicidad de poder respirar como hombres libres, mas, en definitiva, lo cierto es que se lanzaron detrás de la admirable empresa de conquistar palmo a palmo la feraz llanura y que no en vano lo consiguieron.
Al poblar nuestros campos esos hombres valerosos abrieron a la prosperidad las primeras rutas, extendidas luego, sin tantas dificultades, hacia todos los rincones de la patria. En esa ardua tarea despejaron el camino para que otras generaciones pudieran sacarle al suelo hasta entonces inculto su inmensa riqueza. Esforzados luchadores que transformaron un panorama hostil en un mundo de bonanza para que un pueblo nuevo, pujante y constructivo labrara pacíficamente en él su porvenir. Lamentablemente esos verdaderos héroes van quedando sepultados en un olvido imperdonable.
Diseminados doquiera el criollo puso en la pampa sus primeros signos civilizadores, no era de extrañar, por consiguiente, que algunos varones de esa laya se hicieran presentes aquel 25 de mayo en el poblado de Ayacucho. Allí, confundidos entre el gentío, podía vérseles fraternizando con el gaucho indómito, con ese compañero inseparable que les había trasmitido las costumbres y hasta si se quiere el alma, por la influencia inevitable del ambiente aislado y áspero donde compartían por igual tareas y riesgos, tal como si sus vidas hubieran debido quedar para siempre sujetas a una misma suerte.
Ayacucho había convocado a su disperso vecindario para festejar conforme a la tradición la memorable fecha. Bastó el anuncio y la gente se dio a preparar sus mejores galas y esperó impaciente la hora en que habría de lucirlas. Y así, al fin, cuando alumbró aquel 25 de mayo el entusiasmado gauchaje, con sus típicos atavíos, se presentó dispuesto a soltar la rienda a sus emociones, a conquistar renombre por hábil y guapo.
Por doquier todo era animación: rodajas de espuelas que dejaban oír su ron-ron acompasado al morder el suelo, alegre colorido de los ponchos, sinfonía de cencerros, gritos, silbidos y, hendiendo los aires, reflejos miles despedidos por los "chapeaos", rastras y otras primorosas prendas de plata.
Los juegos se iniciaron con las carreras de sortija. Cuando éstas finalizaron ya se estaba sobre el mediodía y se dio, por eso, la orden de suspender momentáneamente la competencia, de modo que la gente pudiera tomarse un resuello y el tiempo necesario para churrasquear. Se formaron grupos alrededor de los asadores y, en tanto llegó la hora de comenzar a cortar la jugosa carne, el cimarrón corrió de boca en boca. Los más parcos en saciar el hambre se desocuparon pronto y otro tanto hicieron aquellos que necesitaban preparar sus caballos cuanto antes, quienes no tardaron en desprenderse de los grupos que hormigueaban en torno de las delgadas columnas de humo.
Mientras tanto, algunos otros, observando que tendrían tiempo aún para tomar una copa sin prisa, enderezaron para la pulpería, donde, entre chanzas y tragos, la bulliciosa clientela se entretenía haciendo los comentarios que, ya para criticar como para elogiar con toda franqueza, suelen ser infaltables en esas ocasiones.
El dueño del boliche serpenteaba esquivando cuerpos con la botella en mano y, volcando chorro en esta y otra copa, se esmeraba para responder con toda prontitud a la gran demanda de aguardiente.
Para acortar la espera impuesta por el intervalo, también se había acercado a la pulpería un hacendado de la zona, don Federico, hombre correcto, de cuna porteña, muy estimado en el pago por su modalidad sencilla y bondadosa. Gallardo y recio, su estampa impresionaba en cierto modo por esa larga barba renegrida, algo abierta en el mentón, que daba a su rostro una expresión dominadora y atractiva. Andaría frisando los cuarenta años. Don Federico se hallaba a pocos pasos de la reja del mostrador, de pie, conversando en rueda aparte con algunos hombres de su estancia y otras amistades.
La reunión transcurría amablemente, el buen humor era general y contagioso. Rumoreo de voces alegres, pues la picaresca chispa gaucha asomaba con frecuencia en ocurrentes salidas de buena ley, festejadas ruidosamente.
En ésas se estaba, cuando, inesperadamente, uno de los gauchos que venía haciéndose notar por su locuacidad, se refirió en alta voz y con evidente tono malicioso, a la gran habilidad que tenía uno de los hombres allí presentes para manejar el talero. La alusión iba dedicada a don Federico, pues, en efecto, ese pesado rebenque, empuñado por sus fuertes manos, podía llegar a transformarse en una respetable arma. Era bien sabido por casi todo el mundo en aquellos parajes, que en más de una ocasión le había bastado ese único medio de defensa para acabar pronto con algún facón o daga diestra que quiso llevarlo por delante. Pero, en el concepto de don Federico, hombre responsable, prudente y por lo demás tranquilo, eso sí mientras no le buscaran pleito, la utilización del talero como arma debía dejarse únicamente para casos de extrema necesidad, digamos, por ejemplo, para dar un ?sosegate? a quien tuviera la mala costumbre de desenvainar con demasiada ligereza o para castigar al maula o sujeto de avería que dejara ver sus torcidas intenciones.
A todo esto, el gaucho a que hicimos referencia, perdiendo tal vez los estribos a causa del alcohol, insistía en su ruidosa propaganda a favor del talero tan mentado y, poco después, agravando su actitud, convertíase en desafiador por cuenta ajena: empezó a preguntar con insistencia cuál de los guapos, si es que allí los había, se animaría, nada más que para entretener a la reunión, a cruzar amistosamente "su fierro" con el "inofensivo" talero de don Federico, ironía que recalcaba con la intención de picar el amor propio de algún necio o quisquilloso. Lo que proponía el socarrón lenguaraz no era sino un duelo previa componenda, o mejor dicho, una simple exhibición. Con todo, parecía que nadie recogería la aviesa insinuación, pues costaba creer que, ni aún para divertirse, alguien se prestara para intervenir en lance tan ridículo.
Pero, lamentablemente el mal ejemplo en seguida cunde, máxime cuando la mala bebida se complica en ello, y de ahí que no tardaran en salir a escena dos o tres graciosos más, imitadores del primero, de manera que la inoportuna ocurrencia, como era lógico, empezó a surtir sus efectos, creando un estado de alarma que traía presagios de complicaciones serias.
Los causantes del alboroto, desbordando todo límite prudente, fueron tomando alas y dándoselas de listos porque nadie atinó a llamarlos a la cordura. Antes bien, daban la impresión de que sospechaban que la mayor parte de los presentes, por su actitud pasiva y hasta demasiado complaciente, estaba complicándose con ellos por curiosidad en saber en qué pararía a la larga aquella barahunda. A juzgar por la mal disimulada inquietud que se iba pintando en algunos rostros, veíase claro que flotaba en el ambiente un deseo casi unánime: el de ver aparecer, de una vez por todas, al candidato que pondría a prueba la baquía de que tantas lenguas se andaban haciendo. Hubiérase podido asegurar que quien más quien menos estaba agitado por ese deseo.
Mientras aquella situación se prolongaba, don Federico parecía estar ajeno a los sucesos. Impasible, muy entretenido sin duda, seguía charlando animadamente con sus amigos y se limitaba, de tanto en tanto, a mirar con expresión risueña hacia el lugar donde andaban haciendo de las suyas los en apariencia para él inofensivos autores del disturbio. Quizá considerara que debía serles tolerada la molestia que causaban, pensando que la gente tenía derecho a divertirse y cada cual a su manera.
Pero necesariamente la ingrata situación acabó por caldear los ánimos y, al fin, sucedió lo que fatalmente tenía que suceder. Un gaucho joven, forastero para la mayoría, dijo con tono fuerte y burlón y como cuidando que sus palabras no se le escaparan a nadie, que cualquier niño de teta podría demostrar, sin inconvenientes, que el talero no servía para defender el cuero y que él se encargaría de probarlo siempre que lo dejaran darse ese gusto. Y ahí no más se armó el revuelo.
Recién entonces hasta los menos advertidos, y entre ellos don Federico principalmente, alcanzaron a comprender la real gravedad de la situación. Las cosas habían tomado un cariz demasiado peligroso. Más aún, estaban viendo cómo el gaucho aquel hacía ademanes que revelaban su intención de pasar al punto de las palabras a los hechos. Por lo tanto se imponía una pronta resolución para contenerlo. De ahí que don Federico, sin perder segundo, le mandó decir que la gente andaba en tren de juerga y que no venía al caso estropear reunión tan agradable por una inocente broma mal interpretada, y que para quedar en paz y como buenos amigos lo invitaba a empinar una copa a la salud de todos los presentes. Y pensó, desde luego, que el asunto quedaría allí mismo terminado, pero desgraciadamente se engañaba.
Muy poco después las cosas se complicaron. El forastero no quiso atender razones cuando intentaron sacarlo de su empecinamiento y convencerlo de que su actitud no se justificaba, ya que nadie lo había desafiado y por supuesto, menos aún agraviado. Ninguna explicación, de las muchas que le dieron, llegó a convencerlo. Todo fue inútil. Estaba ofuscado, decidido a pelear en serio y en su alocada terquedad hizo oídos sordos a quienes buscaron buena y pacientemente la manera de apaciguarlo. Hasta el mismo don Federico le habló en términos persuasivos sin otro resultado que empeorar aún más la situación. Finalmente, allá a las cansadas, no quedó más que una sola alternativa y, aunque deplorable, hubo que aceptarla. Se convino en que se llevaría a cabo aquel duelo singular.
La noticia voló y en un santiamén la gente corrió a saciar su curiosidad y se apiñó, toda ojos y oídos, en el lugar donde se encontraban los dos protagonistas. Lo único que interesaba era no perder detalle de ese duelo inusitado, con tan desiguales armas!
Después de algunos cabildeos se eligió el terreno apropiado para el caso y allí se plantaron los rivales. Don Federico enroscó en su diestra la ancha lonja del talero y, a guisa de escudo, envolvió su brazo izquierdo con un poncho; el antagonista empuñó su larga daga.
Terminados los preparativos, la emoción prendió en el gentío y apagó sus voces por completo. Un gaucho viejo, ducho en esta clase de cuestiones, que dirigía la contienda, anunció con voz solemne las condiciones que regirían para el lance. A la primera puñalada, cualesquiera fuera la herida que causara, la partida quedaría terminada a favor de la daga. Y si, en cambio, la daga llegaba a soltarse de la mano que la empuñaba o un talerazo causaba daño grave, el talero sería declarado dueño del campo. Cuando por fin todo quedó bien aclarado, a la voz de "¡áura!" se dejó en libertad de acción a los contendores.
Los primeros pasos fueron medidos, en extremo cautelosos. Los rivales giraban cambiando posiciones, clavadas sus miradas, atentos al menor movimiento. El mozo amagaba sin resolverse a tirar ningún puntazo en firme, echando siempre la cabeza para atrás, en tanto que don Federico blandía su talero despaciosamente haciendo cruces en el aire. Luego de varios giros en redondo, la daga se aventuró a intentar sorpresivamente la primera entrada: mala entrada, pues el talero, por pronta respuesta, la paró antes de que llegara a destino, asestándole al mozo golpe tan fuerte que sólo por milagro no le arrancó la daga de la mano. Daga, mano y brazo se sacudieron violentamente al recibir el certero impacto. Una visible expresión de rabia y de dolor desfiguró el rostro del gaucho. Pareció que ese solo golpe había bastado para descontar las ventajas asignadas en principio a la mayor peligrosidad de la daga.
Sin embargo, el mozo trató de ingeniárselas para recuperarse. Retrocediendo entonces, poniéndose fuera del alcance del talero, creyó que encontraría la pausa necesaria para mejorar su estado. Corrieron algunos segundos, eternos, penosos para él. El recurso no le reportaba la esperada ganancia, pues a pesar de que seguía moviéndose con la agilidad de un lince, las energías lo iban abandonando sin remedio.
Don Federico se hizo cargo de esta situación, comprendió que tenía el contrario a su merced y que podría hacer de él fácil presa. Pero, al verlo así, disminuído, casi indefenso, se sintió conmovido en su fibra de hombre noble. ¿No sería preferible terminar aquello sin necesidad de aplicar el talerazo definitivo? ¿No tendría acaso que golpear fuerte, quizá demasiado fuerte para doblegar al hombre ya virtualmente vencido que tenía delante? No, eso significaría una crueldad que sus sentimientos rechazaban; mejor pues evitarla. Era tan evidente la inferioridad del contrario que le repugnaba la sola idea de que tuviera que apelar al golpe demoledor. Y supuso que para mellar sus últimas reservas le iba a bastar acosarlo sin tregua y que luego, inevitablemente, el cansancio se encargaría de precipitar el desenlace.
Conforme a esa intención, a partir de entonces se limitó a colocar una rápida sucesión de talerazos de escasa potencia en los costados del gaucho. Este, imposibilitado para eludir esa implacable seguidilla de golpes, sacaba o trataba de sacar el cuerpo brincando de un lado para el otro. Nada mostraba ya de su insolente arrogancia; por el contrario, su actitud huidiza hasta le daba mal aspecto. Gastándose en ese trajín extenuador, se convenció de que un poco más y estaría irremisiblemente perdido. Acorralado, jadeante, desesperado ante su impotencia, decidió arriesgar el todo por el todo. Sacó a relucir el resto de sus escasas fuerzas y ciego, tirando dagazos a tientas y a locas, arremetió furiosamente jugándose la última carta. Este inesperado ataque tomó a don Federico de sorpresa, tanto que, para poder esquivarlo, debió al punto abrir distancias. Dio varios pasos zigzagueantes hacia atrás, pero he ahí que, sin saber por qué causa, sintió de pronto que no podía seguir retrocediendo. Uno de sus pies había quedado inmovilizado, tal como si se lo hubieran clavado en el suelo. Aquello era por cierto inexplicable, se sentía ni más ni menos que maneado. ¡Maldición! ¿Qué sucedía? La daga amenazante no le daba el menor respiro para averiguarlo. Sólo sabía que algo se le había aferrado al pie y no se lo soltaba. Y entonces tuvo clara noción del inminente peligro que corría. El trance no admitía indecisiones. Reunió fuerzas, recogió con toda violencia su pierna hacia adelante, pudo arrancar su pie del sitio en que se había enganchado y al fin consiguió zafarse; sí, ya estaba a salvo, mas ¡la gran pucha! dio el tirón con tanta mala suerte que, perdiendo el equilibrio, fue a dar de lleno en tierra con el cuerpo, yendo a caer justamente sobre el costado derecho, es decir, sobre el brazo que más necesitaba tener libre; el del talero. El rival, en el colmo de su ciega ofuscación, sin detenerse ante el adversario indefenso, se le fue encima y le clavó una tremenda puñalada de pecho a espalda. Quisieron atajarlo, pero, en vano, ya era tarde. Instantes después don Federico se despedía de su amada pampa en medio de la aflicción de todos los presentes.
Una cruel jugada del destino había sellado injustamente la suerte de ese hombre valeroso. Su espuela derecha, aquella ruidosa llorona que tantas y tantas veces hundiera en el ijar de chúcaros y redomones, había ido a ensartarse, para quedar aprisionada, en una argolla oculta entre los yuyos, una de esas que solían colocarse a flor de tierra y que servían, en reemplazo del palenque, para dejar atados los caballos. En esa trampa fatal se perdía la vida útil de un esforzado luchador criollo, exponente auténtico de lo más noble y viril de nuestra raza.
Así fue como don Federico, pagando caro tributo a su coraje y blando corazón, a su hombría de bien, halló inesperado fin en aquella reunión lugareña de triste recordación, una más entre tantas reuniones lejanas que fueron cuna de los primeros núcleos sociales dispersos en la inmensidad de nuestras pampas, los mismos núcleos que apuntalaron e impulsaron el progreso de los pueblos argentinos.
La tradición familiar, a través de varias generaciones, ha venido recogiendo la versión del hecho desgraciado que acabo de narrar y yo he deseado trasmitirla, si bien acaso he debido deslizar algunas modificaciones disculpables. Escuché esta anécdota en cierta ocasión, cuando era niño todavía, y la retuve hasta hoy intacta. Los años transcurridos desde entonces no empañaron en lo más mínimo su recuerdo, y bien se comprenderá que así me sucediera, porque el noble criollo aquel se llamaba Federico Leanes, uno de mis tíos bisabuelos. [3]
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